La hora del decrecimiento... |
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LA CIENCIA ECONÓMICA, COMO UNA NUEVA RELIGIÓN... |
En nuestra sociedad, el propósito último es que crezca el producto interior bruto y que siga creciendo. Y en esta huida hacia delante se sacrifica todo lo demás, incluido el sentido de lo divino, el respeto por la naturaleza y la paz interior (y la exterior si hace falta petróleo). La economía contemporánea es la primera religión verdaderamente universal. |
Por Jordi Pigem.
En otras culturas, el propósito último de la existencia humana era honrar a Dios o a los dioses, o fluir en armonía con la naturaleza, o vivir libres de las ataduras que nos impiden ser felices, en paz con el mundo.
El ora et labora dejó paso a otra forma de ganarse el paraíso: producir y consumir. Como ha señalado David Loy, la ciencia económica “no es tanto una ciencia como la teología de esta nueva religión”. Una religión que tiene mucho de opio del pueblo (Marx), mentira que ataca a la vida (Nietzsche) e ilusión infantil (Freud).
La sociedad hiperactiva. Entre los años 2000 y 2004, según el New York Times, el porcentaje de niños norteamericanos que toman fármacos para paliar el trastorno de déficit de atención e hiperactividad creció del 2,8 al 4,4%. También aquí, según el Departament d’Educació, es el trastorno infantil con mayor incidencia. No hay noticia de la hiperactividad en toda la literatura clásica (como no sea en el mito de Hércules, que proeza tras proeza avanza hacia la locura y la autodestrucción). Es una enfermedad contemporánea. Y refleja muy bien la sociedad contemporánea: una sociedad hiperacelerada, insaciablemente ávida de noticias y novedades, y sometida a tal avalancha de información, anuncios, estímulos y distracciones que la capacidad de atención se aturde y se encoge.
Cuantos más reclamos por minuto, menos capacidad de concentración. Las noticias muestran un drama en Bagdad o en una patera, y antes de que uno tenga tiempo de asimilar la magnitud de la tragedia se pasa a la actualidad deportiva o a una falsa promesa publicitaria. ¿Sorprende que los niños, creciendo en el seno de una sociedad hiperactiva y con déficit de atención, reproduzcan las tendencias que ven a su alrededor?
La economía contemporánea vive de crecer. Pero nada crece siempre. Las personas, por ejemplo, crecemos en la infancia y en la adolescencia. Después ya no crecemos, pero tenemos la oportunidad de madurar. La hiperactividad y el crecimiento tienen mucho de adolescente. Parece que a nuestra sociedad le ha llegado la hora de dejar atrás el crecimiento adolescente y empezar a madurar.
Pacificar la economía. El mundo se ha convertido en un gran taller, que produce para que podamos consumir a fin de que podamos seguir produciendo. Pero el nivel de consumo “normal” en un país como el nuestro es ya insostenible. Si toda la humanidad viviera como los catalanes, necesitaría los recursos de tres Tierras; si viviera como los norteamericanos, necesitaría seis. La factura por este desequilibrio la pagan la naturaleza y el Tercer Mundo, y si nada cambia la pagarán, multiplicada, nuestros nietos.
Como Karl Polanyi explicó en La gran transformación, es cosa inaudita que toda una cultura esté sometida al imperio de lo económico, en vez de ser la economía, como lo fue en todos los lugares y épocas hasta no hace mucho, un área ceñida a consideraciones éticas, sociales y culturales. Por arte de magia, hemos insertado la sociedad en la economía en vez de la economía en la sociedad. Aunque se cree por encima de todas las cosas, la economía global es solo una filial de la biosfera, sin la cual no tendría ni aire ni agua ni vida. Una economía sana estaría reinsertada en la sociedad y en el medio ambiente, y cada actividad económica (incluido el transporte) tendría que responsabilizarse de sus costes sociales y ecológicos. En semejante sociedad, sensata pero de momento utópica, los alimentos biológicos y locales serían más baratos que los de la agricultura industrial, que hoy contamina y se lava las manos.
El economista rumano Nicholas Georgescu-Roegen, inspirador del decrecimiento junto a pensadores como Ivan Illich y el recientemente fallecido Baudrillard, se dió ya cuenta de que “cada vez que tocamos el capital natural estamos hipotecando las posibilidades de supervivencia de nuestros descendientes”. Una economía en paz con el mundo seguiría el principio de responsabilidad de Hans Jonas: “Actúa de manera que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida genuinamente humana sobre la tierra”. Los pueblos indígenas que se guiaban por el criterio de la séptima generación (ten en cuenta las repercusiones de tus actos en la séptima generación, es decir, en los tataranietos de tus bisnietos) sabían de sostenibilidad más que nosotros.
El decrecimiento, movimiento que en los últimos años está tomando fuerza en Francia (décroissance) e Italia (decrescita), más que un programa o un concepto es un eslogan para llamar la atención sobre cómo la economía hiperacelerada está arruinando el mundo, un timbrazo para despertarnos de la lógica fáustica del crecimiento por el crecimiento. El economista Serge Latouche, decano de la décroissance, señala sin embargo que “el decrecimiento por el decrecimiento sería absurdo”, y que sería más preciso (aunque menos elocuente) decir acrecimiento, tal como decimos ateo. Se trata de prescindir del crecimiento como quien prescinde de una religión que dejó de tener sentido.
En el medio está el remedio. En el portal de la casa de un vecino rezan estos versos:
“Verge Santa del Roser, feu que en aquesta casa no hi hagi poc ni massa, sols lo just per viure bé.”
Es parte de la sabiduría tradicional de muchas culturas constatar que la plenitud va ligada no al cuanto más mejor sino a al justo medio. Ya el oráculo de Delfos advertía: “de nada demasiado”. El confucianismo enseña que “tanto el exceso como la carencia son nocivos”, y en el clásico libro taoísta de Lao Zi se lee que sólo “quien sabe contentarse es rico”. La misma idea está presente en las palabras de un jefe indígena norteamericano (micmac) dirigidas a los colonos blancos: “aunque os parecemos miserables, nos consideramos más felices que vosotros, pues estamos satisfechos con lo que tenemos”. Y no falta en la tradición judeocristiana: “no me des pobreza ni riqueza” (Proverbios); “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mateo). Incluso uno de los padres de la american way of life, Benjamin Franklin, escribió “El dinero nunca hizo feliz a nadie, ni lo hará… Cuanto más tienes, más quieres. En vez de llenar un vacío, lo crea”. El consumo pretende ser una vía hacia la felicidad, pero es como una droga que requiere cada vez dosis mayores. Hace poco salió a la luz un Happy Planet Index que sitúa a Vanuatu, archipiélago tropical, económicamente “pobre”, como el país más feliz. Le siguen diversos países caribeños. España ocupa el lugar 87. Y Estados Unidos el 150, ya cerca de Burundi, Swazilandia y Zimbabue, que cierran la lista.
La crisis ecológica es la expresión biosférica de una gran crisis cultural, una crisis derivada del modo en que percibimos nuestro lugar en el mundo. Buscamos el sentido de la vida en la acumulación, mientras el mar se vacía de peces y la tierra de fauna y flora silvestres. Liberarnos de la idolatría del consumo y del crecimiento por el crecimiento requiere transformar el imaginario personal y colectivo, transformar nuestra manera de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos. Un criterio para ello es abandonar la sed de riqueza material en favor de otras formas de plenitud. No se trata de ascetismo. Al fin y al cabo, la revista Décroissance lleva como subtítulo Le journal de la joie de vivre. No implica disminuir el nivel de vida sino concebirlo de otra manera. Se trata, en la línea de iniciativas que van desde el slow food de Carlo Petrini a la simplicidad radical de Jim Merkel, de fomentar la alegría de vivir y convivir, de desarrollarnos en el sentido de dejar de arrollarnos unos a otros, de crecer en tiempo libre y creatividad, crecer como ciudadanos responsables de un mundo bello y frágil.
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por: albertoflores (10/06/2009) |
Fuente/Autor:
Por Jordi Pigem. |
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* Cuánto hemos cambiado. Por Pedro Vicente Sánchez. Antes, para la gente de izquierdas, el trabajador era el protagonista y epicentro del sistema productivo. Se pensaba que “el capital” engrosaba sus arcas con el esfuerzo y la explotación de los obreros. Durante muchos años las fuerzas sindicales y los partidos de izquierda lucharon por la consecución de los derechos laborales que hasta ahora disfrutábamos. Cajas de resistencia, movilizaciones ciudadanas, huelgas, encierros… todo por el trabajador. ¿Se acuerdan del look de los sindicalistas con sus barbas y vestimentas austeras y de oscuro colorido? ¿Recuerdan la chaqueta de pana de algunos significados dirigentes socialistas? Hoy todo ha cambiado. Los actuales personajes que siguen empuñando la misma bandera que entonces, la socialista (la de los obreros), ya no usan barba. Y si lo hacen, es la recortada y pulcra que igualmente puede portar un acaudalado banquero o un magnate de las finanzas. Las chaquetas a día de hoy ya no son de pana, sino de Armani. Para no desentonar, nuestros actuales dirigentes de izquierdas viajan en Audi, Mercedes, Lexus, Volvo… es decir, “utilitarios al alcance de los obreros que representan”. Para ellos, hoy día, el protagonista del sistema productivo ya no es el obrero, sino el empresario. Ese “valiente gran empresario” que arriesga su capital para crear riqueza y empleo. Ya no importan las condiciones del empleo, bastante es que lo creen. Respecto a la creación de riqueza, de haberla, desde luego no irá a manos de los trabajadores, sino, como ha ocurrido siempre, volverá a engrosar el capital del “ejemplar capitalista generador de empleo y desarrollo”. Estos mismos “representantes de los obreros” son los que han aportado ingentes cantidades de dinero público para sanear las cuentas de los Bancos que ahora se niegan a financiar a pequeños empresarios y particulares. Son los mismos que, aprovechando la situación de crisis a la que nos han llevado, pretenden recortar de forma escandalosa los derechos laborales conseguidos tras años de lucha y sacrificios. Estos son los que quieren ampliar la edad de jubilación a los 67 años (de momento); los mismos que, en Extremadura, y concretamente en Villafranca de los Barros, van a reducir el sueldo de los trabajadores temporales del Ayuntamiento para, con esas reducciones, contratar a más parados. Es decir, el trabajador en precario cede parte de su sueldo para convertirse en generador de empleo. Surrealista, ¿no les parece? Da la impresión de que se ha perdido el norte. La actual crisis parece más una crisis estructural que coyuntural. ¿Es viable a día de hoy el modelo capitalista imperante en la economía mundial? Algunos pensamos que un modelo económico basado en el consumo choca frontalmente con las limitaciones de los recursos del planeta. Con dos terceras partes de la población mundial pendientes de un mínimo y necesario desarrollo socio-económico, parece razonable dudar que el modelo “consumista” sea el más apropiado para conseguir un planeta sin hambre, sin guerras y con un nivel de justicia social que deje de abochornar las conciencias de los honrados ciudadanos ajenos a esta sinrazón. Quizás ha llegado el momento de plantear soluciones reales a la problemática que nos ocupa. Quizás no quede más remedio que empezar a hablar de decrecimiento le pese a quien le pese. Para ello es fundamental empezar a desmentir la consabida relación consumo-felicidad. El actual sistema nos ha inculcado de manera machacona la idea de que cuanto más consumamos, más felices seremos. La consecución de un mayor poder adquisitivo se ha convertido en el objetivo vital del trabajador. Una nueva manera de esclavitud se ha instaurado en nuestra sociedad. La hipoteca y la letra del coche son hoy día dos factores determinantes en la capacidad de “subversión” del trabajador medio. El endeudamiento de los jóvenes trabajadores y trabajadoras limita totalmente su capacidad de reivindicación laboral y el derecho a la huelga prácticamente ha desaparecido desde que a primeros de mes llegan los recibos y, como todos sabemos, los bancos no perdonan… Un nuevo modelo tiene que surgir. Un modelo en el que el tiempo libre, la cultura y la actividad social sustituyan al consumo como objeto de deseo. Ningún político se atreve a decirles a sus ciudadanos que tienen que decrecer. Se podría decir que no hay nada más “incorrecto”, políticamente hablando. Este cambio sólo se pondrá en marcha cuando la situación sea insostenible. Desgraciadamente, parece que ese momento cada vez está más cerca. Fuente: www.ciudadanosdevillafranca.es/?p=832 |
Nombre: Plat. C. Refinería NO (08/02/2010) |
E-mail: norefineria@gmail.com |
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