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HABLAR Y ESCUCHAR
En España faltan escuchadores

-La "buena" educación en general enseña a hablar bien, a modular la voz, a hacer pausas y puntos aparte...

La "buena" educación en general enseña a hablar bien, a modular la voz, a hacer pausas y puntos aparte... Sin embargo sólo se educa para hablar, no para escuchar. Lo que importa es hablar. Y así, la mayoría de las veces, lo que entre dos o más personas debiera ser diálogo o conversación, se convierte en monólogos superpuestos. Los extranjeros se asombran de la poca comunicación efectiva que hay entre los españoles. No extraña. El espejo de los encuentros orales del país, el parlamento, muestra hasta qué punto unos hablan y los adversarios no escuchan, unos parecen hablar un idioma y los otros otro distinto. Y si hablando todos castellano no se escuchan ni se entienden, ¿qué se puede esperar cuando hay por medio una distinta mentalidad ligada a otro idioma de la misma nación?

Y es que si en este país se habla mucho (y eso es bueno como terapia personal, hasta cierto punto), no se escucha (y esto es pésimo para la colectividad). Por eso los españoles no se entienden entre sí pese al esfuerzo de muchos por alabar, por demagogia, "nuestras" virtudes de presunta afabilidad y simpatía que quedan relegadas a la aldea: muchos que, a menudo, son precisamente los que no escuchan más que a quienes piensan exactamente como ellos.

Es cierto que hay personas más habladoras, más prolijas, que necesitan más tiempo para desarrollar su idea, y otras menos habladoras, más concisas y más capacidad de síntesis. Y las que hablan mucho, quizá sin darse cuenta en el diálogo tratan como inferior a su interlocutor. Pero entonces, sólo hay una manera de evitarlo, conceder al otro, cuando al otro le toca turno, el mismo tiempo que hemos empleado en soltar nuestra parrafada.

Y qué decir cuando tienes que apurar tu comentario para no ser interrumpido… Son cosas muy sabidas y observadas, lo sé, pero todo lo que se diga es poco para estimular la temperancia. Porque si hablar es voluptuoso, escuchar, en este país, nos engrandece aunque el precio de nuestra satisfacción sea escuchar a papagayos…
El caso es que sobran habladores y faltan personas que sepan escuchar. Quien escucha es un tesoro. Hay que apuntar, en justificación de la demasía en el hablar, que la voluptuosidad que hay en el mucho hablar puede expresar tanto satisfacción sexual como ninguna, y tanto sobreabundancia como vacío de ideas. Por lo que ese desmedido hablar, en buena parte es consecuencia de siglos de represión sexual, de represión mental y de mordazas.

En todo caso y sea cual fuere la causa, éste es un país de habladores y de pocos escuchadores. Además, las personas no exponen sus ideas: las proclaman; ideas que, para colmo, la mayoría de las veces no son suyas sino prestadas de consignas políticas, religiosas o de clase, y, al final, de la propaganda.

En esta sociedad nuestra, exuberante, fogosa y ruidosa, desde que abrimos la boca advertimos la impaciencia del interlocutor, y si parece que escucha es porque mientras hablamos él está rebuscando en su cabeza lo que le impacienta encontrar, esto es, pensando más en su turno que en lo que acabamos de decir. Le importa poco responder justamente a lo que ha oído. Ansía hablar, pero no nos ha escuchado. Además, es ostensible su afán de brillar a toda costa y su creencia en que, en cualquier materia, debemos darle la razón. Y si no está preparado para escuchar, tampoco suele tener elasticidad intelectiva.

En esto último hay una circunstancia no infrecuente. Se trata del alarde ideológico. Me refiero a ese de quienes, sin apenas conocernos o conociéndonos superficialmente, presuponen que pensamos como ellos pese a ser sus ideas pestilentes. Ya sabemos a qué ideología pertenecen esas gentes... Todo, fruto de siglos de absolutismo religioso y político. Por cierto y a este respecto, un amigo mío muy inteligente al que la televisión local le ofreció participar en un debate político, me dijo que respondió al ofrecimiento diciendo que iría sólo a condición de que todos los presentes le dieran la razón. Naturalmente, no fue. Cuando me lo contó, yo le dije que a mí me hubiera bastado con que no me la quitasen…

Por otra parte esa manía de no escuchar nos lleva a que la palabrería, los torrentes de información y el atosigamiento nos problematizan el pensar y con mayor motivo la meditación que no se consigue frecuentando a los gurús. Apenas podemos discurrir y cada día nos van quitando más las ganas. Los think tanks, que están a la sombra en todas partes, se encargan de evitarnos la molestia.

En cuanto al no escuchar propiamente dicho, aparte el parlamento, hay otro claro referente: los debates y corrillos que pueden observarse zapeando la televisión. El griterío es incesante, los participantes hablan todos a la vez, se pisan las frases unos a otros; los platós son jaulas de grillos expertos en exabruptos y otras majezas. Y, en el supuesto de que fuese interesante tanto lo que dicen cada uno por separado como lo tratado, que no lo es, no hay quien entienda nada… En realidad esas veladas no tienen más interés que el servir de modelo precisamente de lo que hay que evitar y de lo que no hay que ver para sentirnos dignos de nosotros mismos. Así es que entre unas cosas y otras, entre los medios audiovisuales y la comunicación interpersonal a distancia, en pocos años este país se ha convertido del lugar comedidamente silente que fue, en otro ensordecedor y chabacano.

Otro referente es el comercio, la cumbre del capitalismo. Sobre todo en ciertas áreas comerciales, los menús que te ofrecen son tan enrevesados que o te entregas al “comercial” de turno o te vas. Porque debes saber que si llevas una idea clara de lo que te conviene o necesitas, si no estás muy atento te endosará lo que no quieres con el argumento de que lo puedes devolver. Pero, como la araña a la mosca, te habrá atrapado. Y todo porque no es que no escuche, es que no quiere escuchar. De ello no tiene la culpa el “comercial”. Son los cursillos de los sibilinos psicólogos, expertos en mentalismo y conductismo, al servicio de las voraces transnacionales.

Por último, para no alejarme de la idea central sobre el hablar y el escuchar, pondré el ejemplo de la abrumadora publicidad de las operadoras de comunicación móvil. Me refiero a su facilón y atosigante bombardeo de mensajes que nos fuerza a prestar atención a sus ofertas. Y todo… para incitarnos a hablar, no a escuchar. Pues bien, si yo estuviese al frente de una de esas empresas encargaría un spot con el siguiente mensaje: "Llama, habla, pero sobre todo escucha. Serás más feliz". Quizá tuviese éxito y de paso sería didáctico, pues nos haría pensar un poco sobre nuestra locuacidad desmesurada y escasa capacidad para escuchar.

Luego, ligado a éste viene el trasunto que hay entre el hablar y el callar. Pero esto será otro cantar de otras futuras reflexiones.

2 Agosto 2011

Jaime Richart

>> Autor: Jaime Richart (02/08/2011)
>> Fuente: Jaime Richart


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