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LAS IDEAS MÁS DESTRUCTIVAS DE LOS PRÓXIMOS AÑOS
La revista Foreign Policy, ha pedido a nueve pensadores importantes...

Desde hace varias décadas, en el mundo desarrollado ha ido creciendo un extraño movimiento de liberación. Lo que quieren es nada más y nada menos que liberar a la raza humana de sus limitaciones biológicas. s que los seres humanos arrebaten su destino biológico al ciego proceso evolutivo de la variación aleatoria y la adaptación.

Para Francis Kukuyama, aquél que había declarado el fin de la historia pero que todavía sigue vivo y haciendo historia, habla de transhumanismo. "Según los transhumanistas, los seres humanos deben arrebatar su destino biológico al ciego proceso evolutivo de la variación aleatoria y la adaptación, para pasar a la siguiente fase como especie".

"Si empezamos a transformarnos en algo superior, ¿qué derechos reivindicarán esas criaturas perfeccionadas y cuáles poseerán en comparación con los que se queden atrás?". En fin, dejémoslo que siga pensando.

Desde hace varias décadas, en el mundo desarrollado ha ido creciendo un extraño movimiento de liberación. Sus seguidores apuntan mucho más alto que los activistas de los derechos civiles, de las mujeres o de los homosexuales. Lo que quieren es nada más y nada menos que liberar a la raza humana de sus limitaciones biológicas. Según los transhumanistas, los seres humanos deben arrebatar su destino biológico al ciego proceso evolutivo de la variación aleatoria y la adaptación, para pasar a la siguiente fase como especie.

Es tentador descartar a los transhumanistas como si fueran una especie de secta extraña, un poco de ciencia-ficción tomada demasiado en serio; no hay más que ver sus extravagantes webs y sus recientes comunicados de prensa ("Los pensadores cyborg estudiarán el futuro de la humanidad", proclama uno de ellos).

Los planes de varios transhumanistas de hacerse congelar con la esperanza de que les revivan en el futuro no parece sino confirmar el sitio que ocupa el movimiento en la periferia intelectual.

Pero ¿es que el principio fundamental del transhumanismo –que un día podremos usar la biotecnología para ser más fuertes, más listos y longevos, y menos inclinados a la violencia– es tan descabellado? En gran parte de las prioridades de investigación de la biomedicina contemporánea hay cierto transhumanismo.

Los nuevos procedimientos y tecnologías surgidos de laboratorios y hospitales –fármacos que alteran el estado de ánimo, sustancias para aumentar la masa muscular o borrar la memoria de forma selectiva, diagnóstico genético prenatal o terapia genética– se pueden emplear tanto para aliviar o mejorar las enfermedades como para mejorar la especie.

Aunque los rápidos avances en biotecnología, muchas veces, nos dejan vagamente incómodos, la amenaza intelectual o moral que representan no es siempre fácil de identificar. Al fin y al cabo, la raza humana es un poco desastrosa, con nuestras tercas enfermedades, nuestras limitaciones físicas y la brevedad de nuestra vida.


Si a ello añadimos las envidias, la violencia y las angustias, el proyecto transhumanista empieza a parecer razonable. Si fuera tecnológicamente posible , ¿por qué no íbamos a querer superar nuestra especie actual? La aparente sensatez del plan, sobre todo si se proyecta hacer de forma gradual, es una de las cosas que lo hace peligroso.

La sociedad no va a caer de repente bajo el hechizo de la concepción transhumanista. Pero es muy posible que mordisqueemos las tentadoras ofertas de la biotecnología sin darnos cuenta de su aterrador coste moral.
La primera víctima del transhumanismo podría ser la igualdad.

La Declaración de Independencia de Estados Unidos afirma que "todos los hombres son creados iguales", y las luchas políticas más intensas que ha habido en la historia del país han sido las disputas sobre quién reunía los requisitos para ser considerado plenamente humano. En 1776, cuando Thomas Jefferson redactó la declaración, las mujeres y los negros no estaban incluidos.

Poco a poco, con esfuerzo y dificultades, las sociedades avanzadas han comprendido que el mero hecho de ser humano da a alguien el derecho a la igualdad política y legal. De hecho, hemos trazado una línea roja alrededor de la persona y hemos dicho que es sacrosanta.

La idea de la igualdad de derechos se basa en que todos poseemos una esencia humana más importante que las diferencias. Dicha esencia, y la opinión de que, por consiguiente, los individuos poseen un valor intrínseco, constituye el centro del liberalismo político.

Sin embargo, la base del proyecto transhumanista consiste en modificar la esencia. Si empezamos a transformarnos en algo superior, ¿qué derechos reivindicarán esas criaturas perfeccionadas y qué derechos poseerán en comparación con los que se queden atrás? Si unos dan un paso adelante, ¿podrá alguien permitirse no imitarlos? Inquieta ya en las sociedades ricas y desarrolladas. La amenaza a la idea de igualdad preocupa más aún si se piensa en los ciudadanos más pobres del mundo, que, seguramente, no tendrán acceso a las maravillas de la biotecnología.

Los partidarios del transhumanismo creen saber lo que constituye un buen ser humano, y están dispuestos a dejar atrás a los seres limitados a cambio de algo mejor. ¿Pero de verdad lo comprenden? A pesar de nuestros defectos visibles, los humanos somos productos milagrosamente complejos, derivados de un largo proceso evolutivo; unos productos en los que el todo es mucho más que la suma de las partes.

Nuestras buenas características están íntimamente relacionadas con las malas: si no fuéramos violentos y agresivos, no podríamos defendernos; si no tuviéramos sentimientos posesivos, no seríamos leales a la gente cercana a nosotros; si no tuviéramos celos, tampoco sentiríamos amor. Incluso nuestra mortalidad desempeña una función esencial, porque permite que la especie, como tal, sobreviva y se adapte (y los transhumanistas son prácticamente el grupo al que menos me gustaría ver vivir eternamente). Modificar cualquiera de nuestros rasgos fundamentales entraña modificar un conjunto complejo e interrelacionado de características, y nunca podremos predecir el resultado final.

Nadie sabe qué posibilidades surgirán para que el hombre se modifique a sí mismo, pero se pueden ver los primeros atisbos en los fármacos para alterar la conducta que toman nuestros hijos. El ecologismo nos ha enseñado humildad ante la naturaleza no humana. La necesitamos también frente a la nuestra, humana. Si no, estaremos invitando a los transhumanistas a desfigurar la humanidad con sus excavadoras genéticas y sus almacenes de psicotrópicos.

Para Fernando Vallespín, director del CIS, la alerta está en el hiperconsumismo. "La despiadada búsqueda del beneficio económico de las empresas encuentran en los consumidores su criterio de legitimidad último". Vamos, que el pronóstico de Mafalda, "¿qué ocurrirá cuando la sociedad del consumo llegue a la saciedad del consumo?, parece que todavía está lejos.

El hiperconsumismo. Fernando Vallespín.
El consumidor es el principal protagonista del nuevo sistema económico mundial. Es, sin duda, quien más se ve favorecido por las estrategias dirigidas a facilitar la competitividad de las empresas. La despiadada búsqueda del beneficio económico que éstas impulsan encuentra así en ellos su criterio de legitimidad último. Producir para el consumo, consumir para fomentar la producción.

Ésta es la ley implacable de la economía global. En principio no hay nada que objetar al respecto, es la lógica que casi siempre ha acompañado al capitalismo. La auténtica novedad reside en que poco a poco ha conseguido mercantilizar todos los momentos de la existencia. Y algo que responde a un imperativo puramente sistémico ha penetrado también en la profundidad de las conciencias, se ha convertido en la seña de identidad básica del yo contemporáneo.

Desde la última década del siglo xx los sociólogos tratan de dar cuenta de este cambio social, que habría transformado a la tradicional sociedad de consumo en una sociedad de hiperconsumo. No hay, desde luego, un diagnóstico único. El más habitual suele establecer un maridaje entre el nuevo homo consummericus y el propio proceso de individualización de la sociedad.

Del consumo esencialmente ostentoso o conspicuo de épocas anteriores se habría pasado a otro mucho más vinculado a las experiencias narcisistas y gratificantes del yo. Como dice Gilles Lipovetsky, "el consumo para sí ha suplantado al consumo para el otro". Sin que esto sea una regla general, la tendencia es hacia una situación en la que las motivaciones privadas importan más que los clásicos fines de distinción social. El nuevo consumidor busca realizarse ante sus propios ojos. De ahí la obsesión por las marcas, símbolos de una elección de calidad y asociadas habitualmente en su publicidad a una determinada experiencia, una emoción o a los valores que encarnan.

L’Oréal supo reflejarlo magníficamente cuando emitió su conocido mensaje publicitario de "L’Oréal, porque yo lo valgo".

Cada individuo construye así sus propios rasgos de la personalidad mediante una serie de pautas de consumo que no se quedan en los meros objetos. Afectan también a cualquier otra experiencia electiva, como la propia decisión de voto, hábitos alimentarios o las formas de rellenar el ocio. Todos ellos ámbitos tradicionalmente ajenos a la lógica del mercado. Hoy, por el contrario, todo se expresa en términos de mercancía, ya sea la llamada a contribuir a una ONG , la opción por una u otra dieta o una decisión política.

Los estímulos para el consumo humanitario o de forma de vida se nos presentan dentro del mismo envoltorio publicitario y la estrategia de marketing que caracteriza a cualquier otra mercancía. Y el sujeto consumidor se los apropia como un acto más de su autoafirmación personal. Decisiones que en otras épocas anclaban al individuo dentro de formas de vida estables y sujetas a las pautas de la tradición –como formar una familia, por ejemplo– se contagian hoy de la ligereza y la precariedad de la sociedad hiperconsumista. Todo responde a una estrategia individualista, temporal, frágil y movible, que siempre se enjuicia a partir de la gratificación que reporta al individuo.

El concepto de libertad que de ahí se deriva se acaba identificando a algo próximo a la posibilidad de satisfacer los deseos, sean de la naturaleza que sean. Si éstos no están suficientemente definidos, el mercado se anticipa para señalarnos cuáles son nuestras auténticas necesidades. Al final, nuestra autonomía acaba dependiendo de nuestra capacidad de compra o de nuestra habilidad para adaptar nuestras disponibilidades monetarias a los estímulos provenientes de la colonización mercantil de la realidad.

Esta experiencia tiene, además, un carácter universal. La mercantilización de todas las esferas de la realidad, hábilmente dirigida por la publicidad y la proliferación del populismo de mercado, se extiende como una mancha de aceite por todo el globo y está contribuyendo a homogeneizar conductas y a perturbar la pervivencia de formas de vida tradicionales allí donde consigue asentarse.

La reacción a favor de las tradiciones amenazadas, muchas veces provocada por la propia frustración derivada de no poder acceder plenamente a esta nueva sociedad hiperconsumista, suele tener consecuencias peores que una sensata asunción de este nuevo mundo feliz. Como casi siempre, puede que la solución esté en buscar un punto medio entre dos extremos, entre la pesadez de la tradición y lo supuestamente inamovible, y la ligereza del mercado omnipresente.

Martha Nussbaum, de la Universidad de Chicago, pone la nota que no podía faltar: la intolerancia religiosa. "A veces, las viejas ideas son las más peligrosas, y pocas son más viejas como las que sostienen la intolerancia religiosa".

La intolerancia religiosa. Martha Nussbaum.
Aveces, las viejas ideas son las más peligrosas, y pocas son tan viejas como las que sostienen la intolerancia religiosa. Hoy, por desgracia, están reavivándose. En 2002, unos hindúes en Gujarat (India) mataron a varios centenares de musulmanes, con la colaboración de las autoridades y la policía.

En Europa se ha visto en los últimos tiempos un preocupante renacimiento del antisemitismo, mientras en el mundo musulmán parece aumentar el atractivo de las formas radicales de islamismo. Los prejuicios contra los musulmanes y la tendencia a equiparar islam y terrorismo están demasiado extendidos. Y así sucesivamente. La intolerancia engendra intolerancia, porque las expresiones de odio alimentan las inseguridades y permiten a la gente considerar sus agresiones como legítima defensa.

Dos ideas suelen alimentar la intolerancia y la falta de respeto en materia de religión. La primera, que nuestra religión es la única verdadera y las demás son falsas o tienen fallos morales. Pero la gente que opina así también puede creer que los demás merecen respeto por sus creencias, siempre que no hagan daño. Mucho más peligrosa es la segunda: que el Estado y los ciudadanos particulares deberían obligar a la gente a abrazar la forma correcta de abordar la religión.

Es una idea que está extendiéndose, incluso en democracias modernas. Ejemplos recientes y preocupantes son la resistencia de Francia a tolerar símbolos religiosos en las escuelas y las afirmaciones de la extrema derecha hindú de que las minorías en India deben integrarse en la cultura de los hindúes. La reaparición de este pensamiento supone una terrible amenaza para las sociedades liberales, construidas sobre la libertad e igualdad.

El atractivo de la intolerancia religiosa es fácil de entender. Desde niños, los seres humanos son conscientes de su impotencia respecto a cosas fundamentales como la comida, el amor y la propia vida. La religión les ayuda a afrontar la pérdida y el miedo a la muerte; enseña principios morales y hace que la gente los siga. Pero, precisamente porque las religiones son fuentes tan poderosas de moralidad y sentido comunitario, se convierten con demasiada facilidad en vehículos para huir de la impotencia, que tantas veces se manifiesta en opresión e imposición de jerarquías. En el mundo acelerado de hoy, las personas abordan las diferencias étnicas y religiosas de maneras nuevas y temibles. Al aferrarse a una religión que consideran verdadera, rodearse de correligionarios y colocar por debajo a los que no abracen esa religión, pueden olvidar durante un tiempo su debilidad y su mortalidad.

Unas buenas leyes no son suficientes para combatir este problema emocional y social. Las sociedades liberales modernas conocen desde hace mucho la importancia de las normas legales y constitucionales que expresan el compromiso con la libertad religiosa y la igualdad de los ciudadanos de distintas religiones. Pero, aunque es crucial que se redacten, las leyes no se aplican solas, y las normas públicas no sirven de nada si no se refuerzan con la cultura y la educación.

Necesitamos, pues, pensar más de qué forma utilizar la retórica (y la poesía, la música y el arte) para apoyar el pluralismo y la tolerancia. Los líderes del movimiento de los derechos civiles en EE UU entendieron la necesidad de ese tipo de apoyo; los discursos de Martin Luther King Jr. demuestran que la retórica puede ayudar a la gente a imaginar la igualdad y considerar las diferencias como algo que enriquece, no como algo temible. Durante la última campaña electoral en India, los dirigentes del Partido del Congreso, especialmente Sonia Gandhi, supieron transmitir la imagen de una India intrínsecamente pluralista. (La letra del himno nacional indio, escrita por el poeta pluralista Rabindranath Tagore, también celebra las diferencias regionales y étnicas del país).

El Gobierno estadounidense actual ha hecho declaraciones útiles sobre la importancia de no demonizar el islam, pero la retórica de algunos cargos importantes ha puesto el énfasis en la religión cristiana de manera perjudicial para la tolerancia. Por ejemplo, el responsable de Justicia, John Ashcroft, pide de vez en cuando a sus colaboradores que entonen rezos cristianos. Y, cuando ocupaba un escaño en el Senado, dijo que Estados Unidos era "una cultura que no tiene más rey que Jesús".

Durante siglos, los pensadores liberales se han centrado en las vías legales y constitucionales para lograr la tolerancia, y se han olvidado de cultivar en público la emoción y la imaginación. Allá ellos. Todos los Estados modernos y sus dirigentes transmiten visiones de igualdad o desigualdad religiosa mediante el lenguaje y las imágenes que escogen.

En 1789, el presidente George Washington escribió que "es preciso tratar los escrúpulos de conciencia de todos los hombres con gran delicadeza y ternura". Hoy no abunda precisamente esa delicadeza. Si los líderes no utilizan con cuidado el lenguaje público para fomentar el respeto, la igualdad entre los seres humanos seguirá siendo vulnerable.

El gran historiador del S.XX, Eric Hobsbawn, ve el peligro en aquellos que quieren imponer la democracia. "Los Estados poderosos intentan difundir un sistema que incluso a ellos les parece insuficiente para afrontar los retos de hoy".

Imponer la democracia. Eric J. Hobsbawm.
Estamos en medio de lo que pretende ser una reordenación minuciosa del mundo por parte de los Estados más poderosos. Las guerras de Irak y Afganistán no son más que una parte de un esfuerzo supuestamente universal para crear un orden mundial mediante la difusión de la democracia. La idea no es sólo quijotesca; es peligrosa.

La retórica en la que se enmarca esta cruzada implica que el sistema es aplicable en una versión normalizada (occidental), que puede triunfar en todas partes, que puede remediar los dilemas transnacionales de hoy y que puede engendrar paz en vez de sembrar desorden. No es así.
La democracia es popular por algo.

En 1647, los niveladores ingleses difundieron la seductora idea de que "todo gobierno lo es con el libre consentimiento del pueblo". Querían decir votos para todos. Por supuesto, el sufragio universal no garantiza ningún resultado político determinado, y las elecciones no pueden ni siquiera asegurar su propia supervivencia; piénsese en la República de Weimar. Además, la democracia electoral no tiende a producir resultados convenientes para los poderes hegemónicos o imperiales. (Si la guerra de Irak hubiera dependido del consentimiento, libremente expresado, de la comunidad mundial, no se habría producido).

Pero estas incertidumbres no minan el atractivo de la democracia electoral. Otros factores, además de la popularidad de la democracia, explican la peligrosa e ilusa creencia de que unos ejércitos extranjeros pueden propagarla. La globalización indica que las acciones humanas están evolucionando hacia un modelo universal. Si las gasolineras, los iPods y los genios de los ordenadores son iguales en todo el mundo, ¿por qué no las instituciones políticas? Esta concepción subestima la complejidad del mundo.

También ha contribuido a hacer más atractiva la difusión de un nuevo orden, el regreso a los baños de sangre y la anarquía, tan visible en gran parte del mundo. Los Balcanes parecen ser la prueba de que las áreas de agitación y catástrofes humanas necesitan la intervención –incluso militar, si es preciso– de otros Estados fuertes y estables. A falta de un gobierno mundial real, algunos humanitarios están dispuestos a apoyar un orden impuesto por el poder de Estados Unidos. Pero siempre hay que sospechar de las potencias militares que aseguran estar haciendo un favor a sus víctimas y al mundo mediante la derrota y la ocupación de Estados más débiles.

"Los Estados poderosos intentan difundir un sistema que incluso a ellos les parece insuficiente para afrontar los retos de hoy"

Sin embargo, el factor más importante es tal vez otro: EE UU posee la combinación necesaria de megalomanía y mesianismo, derivada de sus orígenes revolucionarios. Hoy, su supremacía tecno-militar no tiene rivales, está convencido de la superioridad de su sistema social y, desde 1989, ya no hay quien le recuerde –como les pasó aun a los mayores imperios– que su poder material tiene límites.

Como el presidente Woodrow Wilson (un fracaso internacional espectacular en su época), los ideólogos actuales consideran que en EE UU ya funciona una sociedad modelo: una combinación de leyes, libertades liberales, empresa privada competitiva y elecciones periódicas y disputadas, con sufragio universal. Lo único que falta es transformar el mundo a imagen de esta sociedad libre.

Esta idea es peligrosamente engañosa. Aunque una actuación enérgica puede tener consecuencias moral o políticamente deseables, identificarse con eso es arriesgado porque la lógica y los métodos de la actuación de Estado no son los mismos de los derechos universales. Los Estados piensan primero en sus intereses. Si tienen el poder, y el objetivo se considera crucial, justifican los medios para alcanzarlo (aunque no suelen reconocerlo en público), sobre todo si piensan que Dios está de su parte. Los imperios, tanto buenos como malos, han producido la barbarización de nuestra era, y la guerra contra el terror es la última contribución.

Si amenaza la integridad de los valores universales, la campaña de difusión de la democracia no prosperará. El siglo xx demostró que los Estados no podían rehacer el mundo ni abreviar las transformaciones históricas. Tampoco es fácil realizar cambios sociales a base de trasladar instituciones al otro lado de la frontera. Incluso entre los Estados-nación territoriales, es raro que se den las condiciones para un gobierno democrático que funcione: un Estado existente que tenga legitimidad, consenso y la capacidad de mediar en los conflictos entre grupos nacionales. Sin el consenso, no hay un pueblo soberano único ni, por tanto, tienen legitimidad las mayorías aritméticas.

Cuando falta el consenso –religioso, étnico o de ambos tipos–, la democracia se interrumpe (como ocurre con las instituciones democráticas en Irlanda del Norte), el Estado se divide (como en Checoslovaquia) o la sociedad se hunde en una guerra civil permanente (como en Sri Lanka). Después de 1918 y 1989, la "difusión de la democracia" agravó los conflictos étnicos y provocó la desintegración de Estados en regiones multinacionales y multicomunitarias; una perspectiva poco esperanzadora.

Aparte de sus escasas posibilidades de éxito, el empeño en extender la democracia de tipo occidental tiene además una paradoja. En gran parte, se piensa que es una solución a los peligrosos problemas transnacionales de hoy. Cada vez hay más áreas de la vida humana que se escapan a la influencia de los votantes, enmarcadas en entidades transnacionales, públicas y privadas, que no cuentan con un electorado o, al menos, no uno democrático. Y la democracia electoral no puede ser eficaz fuera de los Estados-nación. Es decir, los Estados poderosos intentan difundir un sistema que incluso a ellos les parece insuficiente para afrontar los retos de hoy.

Europa es un ejemplo. Una organización como la Unión Europea (UE) puede llegar a ser una estructura poderosa y eficaz precisamente porque no tiene electores, aparte de un pequeño número (eso sí, cada vez mayor) de gobiernos. La UE no sería nada sin su déficit democrático, y su Parlamento no puede tener futuro, porque no existe un pueblo europeo, sino una mera colección de pueblos miembros, de los que más de la mitad no se molestó en votar en las últimas elecciones parlamentarias.

Ahora, Europa es una entidad que funciona, pero que no cuenta con legitimidad popular ni autoridad electoral. Como es lógico, los problemas surgieron en cuanto la UE pasó a ser algo más que negociaciones entre gobiernos y se convirtió en tema de campañas democráticas en los Estados miembros.

El esfuerzo para difundir la democracia es también peligroso en un sentido más indirecto. A los que no tienen esta forma de gobierno les transmite la fantasía de que ella gobierna realmente a los que la tienen. ¿De verdad? Ahora sabemos ya, en parte, cómo se tomaron las decisiones sobre la guerra de Irak en dos Estados, por lo menos, de indudable pedigrí democrático: Estados Unidos y el Reino Unido.

Aparte de crear complejos problemas de engaños y ocultaciones, la democracia electoral y las asambleas representativas tuvieron poco que ver en el proceso. Las decisiones las tomaron pequeños grupos de personas en privado, de forma no muy distinta a como lo habrían hecho en países no democráticos. Por suerte, la independencia de los medios no fue tan fácil de eludir en el Reino Unido. Pero la democracia electoral no garantiza forzosamente la genuina libertad de prensa, los derechos de los ciudadanos ni la independencia del poder judicial.

Robert Wright, autor de "Non Cero: The Logic of Human Destiny", ve el peligro en la extensión de la dialéctica abanderada por la guerra contra el mal. "En el maniqueísmo, el mal no es sólo la maldad absoluta; es una gran explicación única de dicha maldad, lo que vincula diversas maldades a un solo origen".

La guerra contra el mal. Robert Wright.
El mal tiene fama de ser resistente. Y con razón. Para expulsarlo de la Tierra Media fueron necesarias tres larguísimas películas de El señor de los anillos. Sin embargo, la misma reputación merece el concepto de mal; en concreto, una concepción del mal que se veía precisamente en esas películas: la idea de que todas las malas acciones del mundo están impulsadas por una única fuerza oscura y cósmica. Por más teólogos que rechacen la idea, por más incompatible que resulte con la ciencia moderna, es una concepción que vuelve una y otra vez.

Parecía que san Agustín la eliminó del mundo hace un milenio y medio. Esgrimió unos argumentos tan poderosos contra esta noción de mal, y contra toda la teología maniquea en la que se insertaba, que desapareció del lenguaje eclesiástico serio. A partir de ese momento, el mal dejó de ser una cosa; no era más que la ausencia del bien, como la oscuridad es la ausencia de luz. Pero luego llegaron los protestantes, y algunos recuperaron la visión maniquea de un combate cósmico entre las fuerzas del bien y del mal.

El filósofo Peter Singer, en su reciente libro The President of Good and Evil: The Ethics of George W. Bush El presidente del bien y el mal, sugiere que el presidente es heredero de esa corriente. Bush es un ejemplo de lo difícil que es eliminar las nociones de mal de forma definitiva.

En vísperas de su presidencia, en una era posmoderna y de posguerra fría, "malhechores" era un término irónico, con tintes del mundo kitsch de los superhéroes. Sin embargo, después del 11-S, Bush empezó a usar la palabra con total seriedad, se comprometió a "librar del mal al mundo" y declaró que Irán, Irak y Corea del Norte constituían un eje del mal.

"En el maniqueísmo, el mal no es sólo la maldad absoluta; es una gran explicación única de dicha maldad, lo que vincula diversas maldades a un solo origen"

¿Y qué tiene de malo? ¿Por qué me siento incómodo cuando habla del mal? Porque su idea del mal es peligrosa y, en el contexto geopolítico actual, tentadora. Algunos conservadores desprecian los reparos de los progresistas ante la idea del mal de Bush y dicen que son una reacción automática, producto del relativismo moral. Pero rechazar su concepción del mal no significa negar la idea de absolutos morales, de lo justo y lo injusto, del bien y el mal.

En el maniqueísmo, el mal no es solamente la maldad absoluta. Es una gran explicación única de dicha maldad, lo que vincula diversas maldades a un solo origen. En El señor de los anillos, los diversos ejércitos enemigos, todos horribles –orcos, espectros del anillo y otros–, son malos, en sentido maniqueo, porque obedecen todos a un mismo jefe; están todos bajo el mando del temible Saurón.

Para las fuerzas del bien –hobbits, elfos, Bush–, esta unidad del mal simplifica enormemente el problema. Si todos los enemigos son marionetas de Satán, no merece la pena hacer sutiles distinciones entre ellos. No hace falta decidir cuáles son irredimibles y a cuáles se puede comprar. Son todos malos de corazón, así que hay que combatirlos en cada oportunidad, soportar las cargas que sean necesarias y seguir.

Pero ¿y si el mundo no es tan sencillo? ¿Y si algunos terroristas aspiran a la destrucción de EE UU, mientras que otros sólo desean un enclave nacionalista en Chechenia o Mindanao? ¿Y si tratar a todos los terroristas igual –considerar que todos sus objetivos son igualmente ilegítimos– les hace parecerse más, ser todos más antiamericanos y más fanáticos? (Hay que tener en cuenta que la fórmula del "imperio del mal" del presidente Reagan no corría ese peligro, porque la amenaza soviética ya era monolítica).
¿O qué ocurre si resulta que Irán, Irak y Corea del Norte son, en realidad, tres problemas diferentes? ¿Y si sus gobernantes, por muchas maldades que hayan cometido, siguen siendo seres humanos, capaces de reaccionar de forma racional a unos incentivos claros?

Si estamos abiertos a dicha posibilidad, podríamos aplaudir que un dictador, ante la amenaza de invasión, permita a la ONU investigar en su país. Ahora bien, si uno cree que ese dictador no es sólo malo, sino que es el mal, seguramente llegará a la conclusión de que es preciso invadir su país pase lo que pase. Con el diablo no se negocia.

Y, por supuesto, si creemos que todos los terroristas son realmente malvados, tenderemos menos a preocuparnos por las libertades civiles de los presuntos terroristas o por dar un tratamiento decente a los terroristas convictos en la cárcel. Al fin y al cabo, el mal exige una política de tierra quemada. Pero ¿y si esa política, al hacer que muchos musulmanes se sientan perseguidos, sirve para incrementar las filas de los terroristas?

Abandonar una metafísica tan contraproducente no significa caer en el relativismo, ni siquiera tiene por qué equivaler a abandonar el concepto de mal. Se pueden atribuir las malas acciones a una sola fuente –y, por tanto, creer en una especie de mal absoluto– sin adoptar el maniqueísmo en el que parece inspirarse Bush.

Se puede creer que, en algún lugar de la naturaleza humana, existe una mala semilla que constituye la base de muchas de las cosas terribles que hace la gente. Un cristiano puede pensar que dicha semilla es el pecado original. O puede concebirse en términos laicos; por ejemplo, como un egoísmo fundamental, capaz de distorsionar nuestra perspectiva moral e inclinarnos a tolerar, e incluso agradecer, el sufrimiento de quienes amenazan nuestros intereses.

Esta idea de mal como algo presente en todos nosotros engendra una perspectiva muy distinta a la que parece guiar a Bush. Puede llevar a preguntarse: si todos nacimos con esa semilla de maldad, ¿por qué da más fruto en unos que en otros? Y esa pregunta puede hacer que analicemos a los malhechores en sus entornos de origen y podamos distinguir entre las causas del terrorismo en un lugar y otro.

También podría ser que nos lleve a un estimulante examen de conciencia. Que nos haga estar atentos para ver si nuestra base moral puede estar distorsionada por nuestras prioridades personales, políticas o ideológicas. Por ejemplo, a alguien que inició una guerra en la que murieron más de 10.000 personas, quizá le asalten dudas sobre su sensatez o sus motivos, en vez de permanecer sumido en la convicción de que, como servidor escogido de Dios, está libre de culpa.

En resumen, con esta concepción del mal, el mundo no parece un fragmento de El señor de los anillos, en el que todos los malos responden ante la misma autoridad y, para más señas, son espantosamente feos. Es un mundo más ambiguo, en el que el mal acecha dentro de cada persona y la política inteligente tiene la sutileza correspondiente.

Es más, en las propias películas de El señor de los anillos se ven huellas de esta concepción. De ahí el insidioso anillo, que puede llenar a todos los que lo contemplan con el deseo desesperado de poseerlo, un deseo que, incontrolado, conduce a la corrupción total. El mensaje parece ser que, gracias a la fragilidad humana, cualquiera puede albergar el mal: hobbits, elfos e incluso, de vez en cuando, un estadounidense.


Samantha Power, premio Pulitzer 2003 con el libro "A Problem from Hell: America and the Age of Genocide", pone el acento en la debilidad de la ONU, por lo que lo peor que podría suceder es "dejar a la ONU como está". "Después de 60 años, la maquinaria de Naciones Unidas no ha estado nunca tan mal preparada, y su credibilidad ha caído en picado".

Dejar la ONU como está. Samantha Power.
Para Naciones Unidas, tener importancia puede ser casi tan peligroso como no tenerla. En un año, el Gobierno de Bush ha pasado de hostigar al organismo a rogarle su ayuda. Se están creando o ampliando misiones de paz de la ONU en Burundi, República Democrática del Congo, Haití y Costa de Marfil. A finales de 2004, seguramente, estarán en acción más cascos azules que nunca.

"La idea de que la ONU puede seguir avanzando a trompicones, pese a su atrofia actual, resulta muy atractiva en todo el mundo. Pero creer que las condiciones actuales son suficientes es arriesgado"

Aunque algunos defensores de la ONU muestran su satisfacción por el hecho de que el mundo depende cada vez más de ella, no están las cosas como para alardear. La pesada responsabilidad recae sobre los hombros de una institución que los gobiernos nacionales han mantenido débil a propósito.

Después de 60 años, la maquinaria de Naciones Unidas no ha estado nunca tan mal preparada, y su credibilidad ha caído en picado. Las grandes potencias, concentradas en el terrorismo y la seguridad nacional, ponen en manos de la ONU otras tareas, esenciales pero desagradecidas, que antes quizá hubieran abordado ellos (o ignorado). Sin cambios importantes, es muy posible que la organización se derrumbe bajo las presiones crecientes.

La idea de que Naciones Unidas puede seguir avanzando a trompicones, pese a su atrofia actual, resulta tremendamente atractiva en las capitales de todo el mundo; pero creer que las condiciones actuales son suficientes es arriesgado.

Por desgracia, la mayoría de los que podrían cambiar la organización están interesados en resistirse. Ninguno de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad está dispuesto a renunciar al derecho de veto; los países más pequeños están felices con su voto en la Asamblea General, que cuenta tanto como el de los grandes; a los regímenes represivos les encanta participar en los organismos de derechos humanos, porque les permite sabotear resoluciones embarazosas, y las potencias occidentales, cuyos soldados y recursos se necesitan para reforzar las actividades de pacificación de la ONU, tienen otras prioridades. Incluso dentro del organigrama de la organización, muchos veteranos se resisten a reformas drásticas. Y, aunque los funcionarios de la organización, incluido el secretario general, se dan siempre prisa (y con razón) en achacar a los Estados miembros las limitaciones, pocas veces encuentran el valor para señalar los países concretos que, con su obstinación, tacañería y abusos, socavan la Carta de Naciones Unidas.

Por supuesto, muchas de las críticas dirigidas contra la organización son injustas. Es un lugar para que los Estados se enfrenten o negocien con arreglo a lo que dicten sus intereses nacionales. Y, desde el punto de vista operativo, la organización lleva a cabo numerosas tareas indispensables: alimentar, dar refugio e inmunizar a millones de personas, e incluso, de vez en cuando, desarmar a algún dictador iraquí. Pero la reputación de la ONU, hoy día, depende de la actuación y la supuesta legitimidad de tres de sus componentes más visibles: el Consejo de Seguridad, la Comisión de Derechos Humanos y los encargados del mantenimiento de la paz. Todos necesitan que los reformen o los rescaten.

La existencia de miembros permanentes en el Consejo de Seguridad –concedida a los vencedores de la Segunda Guerra Mundial y Francia– es anacrónica. El Reino Unido y Francia no pueden afirmar con justicia que poseen dos quintas partes de la autoridad legal del mundo. En otro tiempo, los cinco miembros permanentes representaban casi el 40% de la población mundial; ahora, el 29%. La mayor democracia del mundo (India) está excluida; también lo están potencias regionales como Nigeria y Brasil, por no hablar de todo el mundo islámico.

Los miembros permanentes son los que deciden cuándo una serie de atrocidades justifica la intervención humanitaria, pero en esa decisión intervienen dos de los que más violaciones de los derechos humanos cometen (Rusia y China) y un país (EE UU) que se considera exento de la mayoría de los tratados internacionales sobre la materia. Aunque, en algunos casos, todavía despierta codicia, el imprimatur del Consejo está perdiendo su brillo a toda velocidad.

La Comisión de Derechos Humanos, el foro de 53 Estados con sede en Ginebra, se ha convertido en una farsa politizada. Como acepta a todos los que acuden, entre sus miembros se encuentran algunos de los regímenes más crueles del mundo. Libia presidió la Comisión el año pasado, y este año se incorporó Sudán, que está en plena limpieza étnica de cientos de miles de africanos en Darfur.

Hasta que la pertenencia no lleve asociadas determinadas responsabilidades, la institución acogerá a demasiados violadores de los derechos humanos y no condenará a los suficientes.

Cuando los Estados del Consejo de Seguridad le dicen al secretario general que envíe tropas a una región, sus pacificadores, muchas veces, se enfrentan a tareas imposibles.

Las zonas de conflicto en las que se adentran están entre las más traicioneras del mundo, pero son siempre aquellas en las que Occidente no tiene en juego grandes intereses económicos ni de seguridad. No es coincidencia que los soldados carezcan siempre de los medios suficientes para mantener la paz.

En los 90, los cascos azules encadenados a las farolas serbias se convirtieron en símbolos de la impotencia de la comunidad internacional, cuando las potencias occidentales enviaron tropas mal armadas a Ruanda y a la antigua Yugoslavia, sin el mandato ni los medios necesarios para detener el genocidio.

Para adaptarse al inesperado aumento de la demanda de fuerzas de pacificación el año pasado, Kofi Annan (a quien le gusta decir, en broma, que "SG" significa "scapegoat", "chivo expiatorio") ha pedido más tropas, recursos de información y apoyo logístico, además de la posibilidad de pedir refuerzos.

El dinero para las misiones de pacificación ha aumentado algo, pero hacen falta 1.000 millones de euros más y, lo que es más importante, soldados de las grandes potencias, que en los últimos años sólo han suministrado unos centenares.

Los países que sí aportan fuerzas considerables –como Pakistán, Bangladesh, Uruguay y Nigeria– lo hacen, a menudo, atraídos por el dinero y el equipamiento militar que reciben a cambio. No es extraño que el mando de esas fuerzas se venga abajo con frecuencia. Así, el Consejo de Seguridad volverá a empujar a la ONU al fracaso, y pondrá en peligro a millones de civiles que no tienen más remedio que confiar en la bandera azul celeste.

En gran parte, EE UU y otros países miembros tienen la ONU que quieren y merecen. Pero los partidarios de su reforma deben ver el atolladero de Irak como una oportunidad. En vez de pensar que el nuevo papel central de la institución mundial es una prueba de éxito, el secretario general debe intentar imbuir algo de sentido común a los Estados miembros, que se empeñan en creer que una ONU renqueante puede hacer frente a los enormes retos del siglo xxi.

Dag Hammarskjöld, segundo secretario general de Naciones Unidas, solía decir que la organización no se había creado para llevar a la humanidad al cielo, sino para salvarla del infierno. Pero hasta para escapar del infierno hace falta una organización capaz de hacer su trabajo.

Fareed Zakaria, director de la edición internacional de Newsweek, cree que el peligro está en el antiamericanismo que surge en todo el mundo. Alguno estará pensando: "¿Y qué esperaba, tal como está todo?". Pero su reflexión es importante porque el antiamericanismo también puede convertirse "en la forma de reflexionar sobre el mundo y situarse en él". Esto me recuerda al mitin de Francisco Frutos, secretario del PCE, en la fiesta anual que celebra el partido en Madrid. Comenzó a gritar a coro "Yankees no". Al poco tiempo, se debió de dar cuenta de la tontería que estaba diciendo y corrigió: "Bueno, algunos sí".

El antiamericanismo. Fareed Zakaria.
El 12 de septiembre de 2001, Jean-Marie Colombani, director de Le Monde, escribió unas palabras que se hicieron célebres: "Hoy todos somos americanos". Han pasado tres años y parece que todos somos antiamericanos.

La hostilidad hacia EE UU es más profunda y está más extendida que en cualquier otro momento de los últimos 50 años. Se suele decir que los europeos occidentales se oponen a la política exterior de Washington porque la paz y la prosperidad les han ablandado. Pero existen niveles casi idénticos de antiamericanismo en Turquía, India y Pakistán, que no son países ricos, posmodernos ni pacifistas. Con las excepciones de Israel y el Reino Unido, ningún país tiene ahora una mayoría proamericana duradera.

En esta era posideológica, el antiamericanismo llena el vacío dejado por sistemas de creencias obsoletos. En la política internacional actual se ha convertido en una poderosa tendencia, tal vez la más peligrosa. La hegemonía estadounidense tiene sus inconvenientes, pero un mundo que reaccione de forma instintiva contra EE UU será menos pacífico y cooperador, menos próspero, abierto y estable.

Como es natural, la ola de antiamericanismo es, en parte, resultado de la política e, igualmente importante, del estilo de la Administración actual de George W. Bush. El apoyo a EE UU ha descendido mucho desde que él llegó al poder. Por ejemplo, en 2000, el 75% de los indonesios se declaraban proamericanos. Hoy, más del 80% es hostil respecto al tío Sam.

Cuando se pregunta a ciudadanos de otros países por qué les desagrada Estados Unidos, citan siempre a Bush y su política. Pero la extensión y la intensidad del fenómeno sugieren que va más allá del presidente. Al fin y al cabo, el término "hiperpotencia" lo acuñó un ministro francés de Exteriores para hablar de los EE UU de Bill Clinton, no de Bush.

"El antiamericanismo está convirtiéndose, para muchos, en la forma de reflexionar sobre el mundo y situarse en él. Es una mentalidad que va más allá de la política y abarca los ámbitos económico y cultural"

La ascensión del antiamericanismo debe también algo a la geometría del poder. EE UU es más poderoso que ningún otro país en la historia, y la concentración de poder suele significar problemas.

Otros países tienden a unirse para servir de contrapeso a la superpotencia reinante. A lo largo de la historia, los países se han unido tradicionalmente para derrotar a las potencias hegemónicas, desde los Habsburgo hasta Hitler, pasando por Napoleón y el káiser Guillermo. Durante más de cincuenta años, Washington empleó sus habilidades diplomáticas para eludir esta ley de la historia, aparentemente inmutable.

Sus gobiernos solían utilizar el poder de forma benigna colaborando en organizaciones internacionales, apoyando un sistema comercial libre que ayudara a otros a crecer desde el punto de vista económico y suministrando ayuda exterior a países necesitados. Para demostrar que no representaba una amenaza, mostraba siempre gran respeto, incluso deferencia, a países mucho más débiles.

La Administración Bush, al reafirmar groseramente el poder de EE UU y despreciar las instituciones y alianzas internacionales, ha echado el telón sobre décadas de diplomacia y ha revelado que las limitaciones de Estados Unidos se las impone él mismo; en realidad, podría actuar por su cuenta y riesgo.

Como es lógico, al resto del planeta le molesta este desequilibrio.
Ahora bien, también es muy importante, como fuerza que impulsa el antiamericanismo mundial, la existencia de un vacío ideológico. Francis Fukuyama tenía razón al advertir que la caída de la Unión Soviética significaba el final del gran debate ideológico sobre cómo organizar la vida económica y política.

El choque entre socialismo y capitalismo generó debates políticos e inspiró las prioridades de los partidos en todo el mundo durante más de un siglo. La victoria del capitalismo dejó al mundo sin un sistema de ideas críticas respecto a la realidad global actual.

La ideología del descontento siempre encuentra mercado; permite que los marginales se relacionen con el entorno global. Normalmente, esas convicciones se forman como reacción a la realidad mundial dominante. Por ejemplo, el ascenso del capitalismo y la democracia en los 200 últimos años produjo ideologías opuestas en la izquierda (comunismo, socialismo) y la derecha (hipernacionalismo, fascismo). Hoy, la realidad dominante es el poder de EE UU, que se está ejerciendo de forma especialmente agresiva.

El antiamericanismo está con- virtiéndose, para muchos, en la forma de reflexionar sobre el mundo y situarse en él. Es una mentalidad que va más allá de la política y abarca los ámbitos económico y cultural. Así, en las últimas elecciones celebradas en Brasil, Alemania, Pakistán, Kuwait y España, Estados Unidos se convirtió en tema de campaña. En esos sitios, la resistencia ante el poder estadounidense consiguió votos. En muchos países, el nacionalismo se define, en parte, como antiamericanismo.

¿Podemos plantar cara a la superpotencia?
Se ha escrito mucho sobre qué es lo que EE UU puede hacer para detener e invertir estas tendencias. Pero, por un instante, situémonos en otra perspectiva.

Pensemos en un mundo en el que éste no fuera el líder mundial. Sin llegar a la imaginativa e inteligente situación de caos que el historiador británico Niall Ferguson ha perfilado en esta revista (‘Si EE UU no mandara’, agosto/septiembre, 2004), la cosa estaría fea. Existen numerosos asuntos en los que Washington es el encargado fundamental de organizar los bienes colectivos.

Alguien tiene que preocuparse por el terrorismo y la proliferación de armas nucleares y biológicas. Otros países pueden irritarse ante determinadas políticas de los estadounidenses, pero ¿seguro que otro país estaría dispuesto a intimidar, amenazar, engatusar y sobornar a países como Libia para que renuncien al terror y desmantelen sus programas de armas de destrucción masiva? En asuntos como el terrorismo, el comercio, el sida, la proliferación nuclear, la reforma de la ONU y la ayuda exterior, el liderazgo de Estados Unidos es indispensable.

La tentación de avanzar de forma autónoma será grande, sobre todo, para Europa, el otro único agente con los recursos y la tradición que le permiten desempeñar un papel mundial. Pero, si Europa define su papel en contraste con Washington –más generoso, más amable, o lo que sea–, ¿logrará un mundo más estable? Los objetivos de estadounidenses y europeos, en casi todo, son muy parecidos. Ambos desean un mundo pacífico y sin terrorismo, con libre comercio, libertad creciente y códigos de conducta civilizados.

Una Europa que se trace su propio rumbo sólo para destacar sus diferencias con EE UU amenaza con fragmentar los esfuerzos mundiales en cuanto al comercio, la proliferación o sobre Oriente Medio. Europa está demasiado desunida para lograr sus objetivos sin contar con Washington; lo único que puede garantizar es que los planes de éste no salgan adelante.

El resultado será un mundo que vaya tirando, con el riesgo constante de que los problemas desatendidos estallen de forma catastrófica. En vez de una situación en la que todos ganen, será una situación en la que todos salgan perdiendo: Europa, Estados Unidos y el planeta.

La periodista y directora adjunta de El País, Soledad Gallego-Díaz, barre para casa. Alerta sobre la información instantánea. "Lo peor en la información instantánea no es la abundancia de errores sino la banalidad con la que se tratan los hechos, desprovistos de todo contexto".

La información instantánea. Soledad Gallego-Díaz.
Todos los periodistas del mundo saben que de nada sirve tener una buena historia si no se consigue comunicarla inmediatamente. Pero el progreso, como decía Karl Kraus, celebra a veces victorias pírricas sobre la naturaleza de las cosas y un oficio, el periodismo, que se basa en tres elementos –datos exactos, contexto y máxima velocidad posible en la comunicación–, está experimentando un cambio brutal como consecuencia de los avances tecnológicos que han afectado a uno solo de los lados de ese triángulo y que están causando un enorme desequilibrio en el conjunto.

La información instantánea, el instant delivery que ha facilitado la asombrosa y magnífica era digital, se puede convertir en una de las peores ideas del siglo xxi, un repugnante mecanismo en manos de quienes quieren cambiar la cultura de la información para despojarla de todo ánimo crítico.
La gente siempre ha querido que la información le llegara rápidamente. Incluso hay sectores que han preferido que se les facilitaran los hechos de forma inmediata, dejando el contexto para más adelante.

En cualquier caso, la información se presentaba finalmente en bloques: en determinados momentos del día, los medios de comunicación intentaban presentar un recuento veraz, confirmado, de los acontecimientos de la jornada, situados en un contexto. Internet ha alterado completamente ese concepto de periodicidad al permitir el ciclo sin fin de noticias.

"Lo peor en la información instantánea no es la abundancia de errores sino la banalidad con la que se tratan los hechos, desprovistos de todo contexto"
La rapidez casi siempre lucha con la exactitud. Los datos exigen comprobación y la comprobación, tiempo. Incluso en la prensa escrita, que trabaja con plazos más amplios, se deslizan continuamente errores de todo tipo. Es lógico que a más velocidad se produzcan más errores, y que la información en Internet esté plagada de inexactitudes.

Pero ya no se trata sólo de un problema de exactitud, sino del efecto instantáneo de esos errores. Falta todavía un buen análisis del alcance en Internet de los mecanismos de rectificación. Y no caben muchas dudas sobre la facilidad con que los errores rebotan de un lado a otro de la Red sin que puedan ser perseguidos y alcanzados por esas eventuales correcciones.

Con todo, lo peor en la información instant delivery no es la abundancia de errores, la desaparición de la exactitud o de la minuciosidad a la hora de presentar los datos, sino la banalidad con la que se tratan los hechos, desprovistos de todo contexto.

La información instantánea ha hecho que se extienda como la peste otra pésima idea que tuvo también su origen en los medios tradicionales, pero que ahora ha alcanzado un grado de contagio feroz: la objetividad periodística entendida como la obligación de exponer los dos lados de cualquier historia de forma equivalente.

La instantaneidad lleva a la espantosa práctica del periodismo de declaraciones como ejemplo de objetividad: el medio y el periodista no se pronuncian por una cosa o por otra, sino que dejan que sus protagonistas den su propia versión.

Está claro que resulta mucho más rápido (y barato) reproducir instantáneamente lo que dice una persona y lo que responde otra que exigir al periodista que profundice en ese tema. El problema es que quizás una de esas personas no sabe contar lo que le pasa, pero dice la verdad, y la otra está simplemente aprovechando el mecanismo de la objetividad para mentir con toda desvergüenza, segura de lograr la misma repercusión y de disfrutar de una magnífica oportunidad de confundir.

Son muy pocos los periodistas y las empresas que luchan contra ese cáncer, aunque ya empiezan a aparecer los primeros valientes. La Columbia Journalism Review cuenta el caso de Jim VandeHei, de The Washington Post, reportero a cargo de la campaña de John Kerry.

VandeHei hizo lo que todo el mundo: fue a una rueda de prensa de Marc Raicot, responsable de la campaña de Bush-Cheney, donde iba a comentar unas declaraciones del candidato demócrata. El periodista recogió fielmente la respuesta crítica del "otro lado", pero luego hizo algo sorprendente: aseguró que Raicot atribuía a Kerry cosas que nunca había dicho y explicó exactamente cómo estaba intentando confundir a los periodistas y, a través de ellos, al electorado.

Pero, para hacer algo así, Jim VandeHei necesitó tiempo y, desde luego, hablar con los directivos de su periódico para explicar, y defender, su criterio periodístico.

El periodismo instantáneo de declaraciones –uno de cuyos grandes ejemplos es la CNN– ha llevado, además, a la explosión de lo que podríamos llamar "periodismo de expertos", la permanente difusión de los análisis de personas expertas que facilitan un pretendido, pseudocontexto a la información instantánea.

Las empresas periodísticas, en búsqueda de la máxima eficiencia económica y de la máxima velocidad, dejan en manos de expertos, que en muchos casos pertenecen a asociaciones financiadas por grupos de presión ideológicos, el análisis de los hechos.

El contexto, que antes formaba parte esencial del triángulo del periodismo, en el mundo de la información instantánea está dejando de estar en manos de los propios periodistas.

Ésa será una pérdida decisiva, un cambio radical en la cultura de la información heredada del siglo xx. El éxito de la falsa objetividad y de la instantaneidad puede corroer de verdad el periodismo hasta sus mismos huesos.

Lo paradójico es que, al mismo tiempo, es en Internet donde podemos encontrar los mejores mecanismos para luchar contra las peores ideas del siglo xxi.

Es precisamente Internet el que puede dar nueva vida al periodismo de precisión y de análisis. La mala idea no es la Red, sino, como decía ya en los 50 Erwin Canham, director de The Christian Science Monitor, "la creencia de que la gente puede absorber el significado de los hechos a la velocidad de la luz". Salvo que no sea una simple creencia equivocada sino un maléfico proyecto.

La lista podría seguir... y seguro que todos podemos aportar alguna idea peligrosa que intuímos para los próximos años...

>> Autor: PAMPAYACU. Asoc. Para el desarrollo de las comunidades indigenas (22/11/2004)
>> Fuente: Xoxe Ramil.


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