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CAMBIAR DE HÁBITOS
El desafío que tiene ante sí Occidente es una epopeya: cambiar rápidamente y sin dilación de hábitos.

Acostumbrado al derroche y a que su filosofía social les conduzca al despilfarro, el europeo y el estadounidense se distinguen de todos los demás seres que pueblan el globo, a los que poco a poco van contaminando, por eso. Podríamos definir al individuo atlántico como "el ente que malgasta".

Vive obsesionado por “el crecimiento”, aunque sea tumoral. Y lo es sistémicamente, porque se trata de un crecimiento asimétrico en lo material tanto dentro de cada país como a escala planetaria, y a costa, además, de un aminoramiento de la felicidad natural colectiva. Un derroche que, por lo demás, se ha podido permitir gracias a la abundancia en territorios por lo general extraños donde se encuentran las materias primas, que no sólo expolia sino que además está agotando. Cuando las condiciones climáticas de la era actual -está ya sentenciado- imponen todo lo contrario: austeridad, tempo y medidas griegas, el no esforzarse en una rápida transformación es sencillamente una insensatez, abocarnos al suicidio colectivo...

La opulencia y el lujo han sido proverbialmente orientales, pero aun así son sui generis. Se caracterizan por tres rasgos: son privilegio de exiguas minorías, no existen a expensas del sistema nervioso del planeta, y no hacen más daño a la sociedad que el que se quiera percibir desde estas envidiosas latitudes para justificar justo el despilfarro de inmensas minorías. El que el rey de Marruecos o el Sultán de Oman y sus respectivas familias, pongamos por caso, fueran inmensamente ricos, es irrelevante pues podría decirse que en sus países el resto de la población vive una pobreza “digna” calculada la materialidad por el rasero occidental. Igual podría decirse de los modelos sociocomunistas donde sus detractores no pierden ocasión de repetir ese estomagante eslógan de que en ellos “sólo se reparte la pobreza”.

La tolerancia a la injusticia social reinante, esto es, las diferencias abisales entre los que malgastan y los que producen y trabajan para los despilfarradores, no proceden hoy día del conformismo o de la resignación, como sucedió en tiempos pasados marcados por la cruz y por los absolutismos, sino de la debilidad "organizada" de desheredados, marginados y perseguidos. Por eso el mundo todavía no ha estallado...

Pero lo cierto es que los atlánticos tienen no sólo las claves del presente sino también las llaves del futuro. Y por eso mismo, mientras sigan midiendo el desarrollo por la productividad y la inversión, y no por índices de igualitarismo o de bienestar equitativo, no podrá haber esperanza de un mundo mejor. Y si fueran inteligentes, como presumen, no esperarían a vaciar todo el globo para privarse. Empezarían abandonando hábitos y no atizando apetencias de lo perecedero; no se comportarían ni como el glotón, ni como el necio manirroto.

Mil hectáreas ocuparon las Tablas de Daimiel y ahora sólo son 20... Si quienes conservan la mínima sensibilidad fueran haciendo mediciones sobre las condiciones en que se encuentran océanos, ríos, lagos, humedales, selvas, bosques, ecosistemas y cada rincón del globo, abarcando la visión de golpe, se derrumbarían ante el trágico espectáculo de un planeta agónico. Más vale no torturarse con ella, pero es un deber de los poderes públicos mundiales dar marcha atrás y dejar de obsesionarse por el alza del producto interior bruto, buscando nuevos módulos que ayuden a retrasar en lo posible el cataclismo y a que todos los seres humanos se beneficien por igual de la tarta que nos queda; pensando, además, en las próximas generaciones que no tienen culpa de la codicia extrema de las presentes.

Cuando lo que se impone es la dirección contraria: el retroceso, la marcha atrás, ese obsesivo crecimiento es el motor de implosión. Y la deformación economicista, reflejo de su carencia de imaginación y de su atrofia del instinto de supervivencia como especie. No llama el occidental mortales a las ratas ni a los perros reservándose para sí tan alto honor, pero sin embargo es capaz de suicidarse progresivamente en la cadena genética, a cuyos últimos vástagos ignora y no va a dejar nada para ellos a menos que cambie súbitamente de rumbo.

>> Autor: Jaime Richart (10/02/2007)
>> Fuente: Jaime Richart


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