Oda a una agonía |
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JAVIER TUSELL |
"Morí el 28 de febrero de 2002" es el título de un artículo de Javier Tusell publicado en el suplemento de El País el 13 de este mes de febrero. |
Es, aunque no sea eso precisamente lo que se propuso, un relato espeluznante. La descripción de un ser humano al que la Medicina, infundiéndole esperanzas sin cuento, le constriñó a resistirse a su fin irrefragable. Los antiguos decían que los dioses ayudan a los que aceptan y arrastran a los que se resisten. La Medicina se ve que no le ayudaba para nada tirando hacia el lugar opuesto al que los dioses le arrastraban para cumplir con su fatal destino. Mejor hubiera sido para él, y de paso para toda su familia, que entre todos hubieran “aceptado”. Hubiera significado comprender con sabiduría el trance con los ojos de la Naturaleza. En este otro modo de afrontar el final ha estado en su lugar la ceguera de los ojos voluptuosos de la falsa progresía...
Quienes hace mucho desmitificamos a reyes, dioses y genios tenemos en poco aprecio a ese ampuloso dicho italiano propulsor de consuelos: "Un bello morire tuta una vita honora". Antes al contrario. Un aferrarse desmedidamente a la vida puede afear una existencia que pudo ser en su conjunto armónica, plena y prolífica. Yo, desde luego prefiero morir como un perro a morir bajo un dosel jalonado por seres humanos a los que no quisiera ver cómo sufren en la ocasión... o, quien sabe, cómo disfrutan de ella.
Este preliminar, aunque tiene que ver con ello, no atañe directamente a lo que a continuación escribo sobre Javier Tusell. Se trata sólo de dejar mi impronta personal sobre el hecho relativamente trascendental del tránsito de la vida a la muerte. No sea que no vuelva a encontrar, para referirme a mi anodina existencia y su final, esos momentos de lucidez necesaria que, como Tusell protegido literariamente por los dioses, encontró desde los prolegómenos de su premioso fallecimiento.
Los tiempos actuales, a pesar de tenerlo casi todo visto, nos siguen deparando experiencias inéditas. Antes los grandes pensadores, por muy adinerados que fuesen, no podían conseguir de la Medicina muchos mejores remedios a sus males fatales o irreversibles que un insignificante ser viviente del arroyo. Hoy es diferente. Una posición económicamente desahogada puede estirar la vida de un desahuciado lo suficiente como para sufrirla éste indeciblemente durante unos cuantos años más. La ventajas de la riqueza van parejas a menudo con los inconvenientes del sufrimiento superfluo postrero físico pero sobre todo moral. El equilibrio entre opuestos funciona siempre. No sé si por estos motivos incluídos, un proverbio finlandés dice que "El pobre puede morir, pero lo que no puede es estar enfermo". No hay nada como los proverbios para definir a la sociedad como se merece...
Estas líneas, aunque así reza el titular, no son una oda. Tampoco una elegía. No conocí personalmente a Javier Tusell. Lo que ha ocurrido es que después de leer y releer con detenimiento el fragmento de su "Morí el 28 de febrero de 2002", he intentado aprovechar al máximo esta oportunidad impagable que nos brinda este personaje excepcional. Me ha parecido que me permitiría descifrar su caso clínico por lo que dice pero también por lo que se calla. También, por lo que probablemente nadie explicará hasta que, pasados los años, los historiógrafos se decidan a hacerlo por esas otras razones variopintas que aparecen pasado el tiempo cuando ya nadie puede poner el grito en el cielo y si lo hace apenas sin consecuencias.
Aprovechar la ocasión que ofrece quien va describiendo, paso a paso, los tres años últimos de su vida sabiendo con certeza que se está muriendo, es una oportunidad que nadie medianamente inteligente y lúcido debe pasar por alto. Un ser humano, además, fuera de lo común por muchos motivos, que sufrió múltiples operaciones quirúrgicas en poco espacio de tiempo para no considerarlas los pobres profanos una carnicería. El abdomen, el corazón, la pleura pasaron por el láser y el bisturí. Pero también por las horrendas sesiones de quimioterapia y radioterapia de peores efectos visuales y físicos que toda la cirugía. Tampoco se libró de la traqueotomía. Todo, al parecer, debido a una disfunción multiorgánica focalizada en la médula espinal. Por si fuera poca su desgracia, en su coxis ulcerosa habitó por tiempo indefinido un gusano denominado seudomona. No puedo, ni debo, extenderme en más descripciones sin aconsejar la lectura de lo que Javier Tusell hace divinamente sobre todo ese su dramático trance a lo largo de un trienio prácticamente entero...
Pero como tengo edad como para no ver lejano mi final, yo aquí intento entresacar también consecuencias que puedan orientarme desde la confesión de un moribundo premioso y consciente; de un gran hombre cuya agonía duró tres años interminables con la presencia de ánimo bastante para contarla con todo detalle sin cargar las tintas durante ese periodo de tiempo hasta su último suspiro. Este trabajo de Javier Tusell es único. Y estoy convencido de que, como yo, ha de haber muchos y muchas que estarán analizando con profundidad tantas cosas como dice en esas cuartillas. Cosas que el individuo suele dejar para el último momento. Precisamente cuando ya no tiene el humor imprescindible para contarlas ante la visión del final inexorable de sus días o sus horas. Y de entre todas esas cosas, hay una que destaco especialmente. Y es la perplejidad, el descubrimiento de una circunstancia que nos ha acompañado toda la vida sin apenas darnos cuenta pero nos acucia, hasta que nos toca nuestro turno. Una perplejidad que por prudencia, por pudor o por elegancia, nunca un escritor ortodoxo y respetado por la oficialidad puede llegar a expresarla en voz alta y menos escribir sobre ella en los medios públicos. Se resumiría de esta guisa: ¡en manos de quién está nuestro espíritu y nuestro cuerpo! ¡de qué clase de sociedades depende nuestros padecimientos físicos y morales! En lugar de facilitarnos el tránsito sin dolor, se dedican sobre todo a obtener rentabilidad de quienes piensa que pueden obtenerla. Unas sociedades, éstas, las opulentas, además, cuyos individuos en términos generales sólo viven la parte central de su existencia a tope. No más de tres lustros. Los años anteriores estuvieron marcados por la angustia, por las esperanzas vanas o cumplidas pero abortadas enseguida; sobre todo, por los deseos y ambiciones raramente satisfechos. Pero los años subsiguientes, ya están presididos por la amargura, por el desengaño, por las deslealtades y por la desesperanza a duras penas mitigada por señuelos cada vez más pálidos e ineficaces. Así es que fuera de ese tiempo abotargado por muchas cosas, la vuelta a la plena consciencia trae estas cosas. La lucidez y la inteligencia terminan siendo dos verdaderas desgracias en lugar de dos motivos para la necia jactancia...
Al final del doble binomio [vida-enfermedad]-[agonía-muerte], después de la descrita divinamente por Javier Tusell, la pregunta inevitable es ¿quién ha salido ganando verdaderamente con todo esto? ¿quién ha podido medir cuánto vale su vida, cuánto vale el esfuerzo mecanizado en su inmensidad artificiosa para obtener tan irrisoria prórroga; cuánto vale la angustia, la desesperación, la convicción moral de que todo conducía a un fin tan irremediable mientras los trámites científicos y pseudocientíficos recorrían las horas implacables de una vida que se iba extinguiendo con una parsimonia que en el fondo nadie querría para sí? ¿Valió la pena esa lucha encarnizada, costosísima en dinero y sobre todo en sufrimiento indecible y moral para arrancar tres míseros años a toda una eternidad?
La culpa es de las superestructuras. No empleo aquí el término tanto en el sentido polimórfico o semifilosófico de los esctructuralistas, como en el de entramados completos y cerrados que abarcan y dominan a toda la sociedad con independencia de quienes individualizadamente la componen. O las superestructuras dan marcha atrás -y esto lo dudo- en su dinámica imparable, o el estrago de sus excesos terminarán inficionando a todo el tejido social aunque ciertamente todo está contaminado ya. O sólo se aprovechan los recursos dignos de ser aprovechados manejándolos con la prudencia y delicadeza del sabio, o el tejido profundo de la colectividad humana acabará como un pelele en manos de un orate. Las superestructuras, es decir, la Política, la Medicina, la Religión, la Economía, la Justicia, están todas desbocadas, atolondradas, sin norte ni sentido. Y los esfuerzos que hacemos algunos por evitarlo o tirando de las bridas que las sujetan son tan baldíos como despreciados. En definitiva, en esta ocasión y a propósito de la lenta agonía de Javier Tusell durante tres años, me refiero primordialmente, cómo no, a los daños irreparables que sobre la sociedad ejerce la superestructura médica en manos de aprendices de brujo. Aprendices que, eternamente bajo el manto de la solemnidad y de la taumaturgia muy próxima al curanderismo, siguen comunicándonos la falsa impresión que de ellos depende nuestras vidas... cuando eso no es así en absoluto. Las enfermedades, como desde siempre, curables, se curan. Las que no son curables no hay herramientas ni túneles ni pinzas que las curen.
Si no nos ensordecieran con tantos cantos de sirena y tantas campanuelas sobre nuestra esperanza de vida y posibilidades de prolongarla un suspiro -año más, año menos lo es-, no sufriríamos tanta ansiedad por conservar a todo trance la vida. La muerte sería un avatar más y en el suceso natural que es quedaría la cosa como algo no más triste por sabido y esperado. Pero la sociedad moderna, desquiciada, esquizofrénica, frenética, ansiosa en el fondo de vacíos, no sólo no corrige los deseos de inmortalidad que siempre atenazaron al ser humano ni los reconduce hacia aguas más calmas; es que se dedica a potenciarlos y a potenciar día tras día aún más en el individuo la esperanza de vida hasta extremos ridículos. Pues no otra cosa es, ridículo, vivir un año más o tres más de tan mala manera como los ha vivido Javier Tusell cuando él sabía bien que le había llegado su hora de la verdad desde aquel 28 de febrero de 2002.
La Medicina, con sus promesas sobre el alargamiento de la vida al humano hace más estragos emocionales que todas las adversidades a que el ser humano juicioso sabe está expuesto ordinariamente y sin remedio a lo largo de su vida.
Estamos en manos de esas superestructuras por todas partes. No somos libres. Ni creo que ya una persona medianamente inteligente se lo cree siquiera. Vivimos con la ficción de serlo y de sentirlo, como los antiguos griegos creían en sus mitos "como si" realmente creyeran en ellos. Nos creemos dueños de nosotros mismos y nos creemos dueños de nuestro momento, simplemente porque un fin de semana decidimos ir a donde queremos ir, o porque compramos esto y no aquello, o porque de elegimos gregariamente en política a aquel pillo en lugar de elegir al otro pillo...
Ahí se acaba toda nuestra libertad y toda nuestra capacidad de decisión, en buena medida muy relacionada con la posesión de recursos de que otros carecen. Pero lo cierto es que unos y otros, pero todos, vivimos en una opresión constante y en un permanente condicionante que nos viene de fuera. Para que la sociedad "funcione", esas superestructuras nos dirigen y nos manejan como el gladiador que, con el tridente y la red, dominaba a su adversario forzoso que blandía la espada corta. Prefiero no mentar a "matrix" en esto. Es más simple todavía y sobre todo más torpe, y mucho más necio todavía. Simplemente porque por indolencia, por comodidad, por el ahí me las dén todas lo consentimos...
La, aunque bellísima descripción sofocante de su propia muerte que anuncia Javier Tusell un día del año 2002, tres años antes de su muerte oficial, su incineración o su entierro me ha hecho meditar como nunca lo había hecho ninguna otra lectura sobre el asunto. Los clásicos, a los que leo con profusión, nunca han pasado de los límites naturales que un ser humano no sojuzgado por esas superestructuras debiera pasar para consumar su existencia. Al final les quedaba la solución más inteligente de acuerdo con la inteligencia de la que en eso tampoco carecían.
Es cierto que mi edad es un acicate, un factor decisivo a la hora de explicar esta atención desmedida a las penas de Tusell, pero tampoco antes me había descuidado de tan capital asunto. La prueba es que el único carnet administrativo que he tenido a lo largo de toda mi vida es de DMD (Asociación para el derecho a morir dignamente) De eso hace ya más de doce años y tengo el número...
Tres años, horrorosos, ha conseguido arramplar Javier Tusell -no lo sabemos, porque no da ninguna pista por elegancia-, si fue porque fue él mismo quien empleó toda su energía tratando de prorrogar su vida, o fueron los que ineluctablemente estaban decidiendo por él. Fueren los previsiblemente numerosos médicos especialistas que le rodearon y atendieron, fueren sus propios familiares que imploraban a éstos, fuesen todos ellos de consuno y en complicidad cuando él ya se sabía muerto en vida, el resultado ha sido un combate titánico sólo por un "por si acaso". Pero tengo el convencimiento moral de que fue un combate librado entre todos... menos por él que se sabía muerto en vida mucho antes del desenlace definitivo
Esta página hermosísima escrita por Javier Tusell a lo largo de esos tres años de su agonía se antoja pobrísima compensación frente a tantísimo sufrimiento tratando de aliviar sus padecimientos inaliviables. Y triste de paso la catarsis gratuita que nos ha obsequiado a quienes hemos tenido la suerte de leer sus páginas después de fallecido. Pero aunque hubieran sido mil tomos como ella, jamás a una persona sensata se le ocurriría que pudieran considerarse canjeables el arte, la literatura y el pensamiento contenidos eventualmente en ellos, por tres años de calendario y de reloj con sufrimientos tan profundos como el de la Pasión de Cristo que él con tanta sabiduría y comedimiento relata.
Allá cada cual con sus ansias de vivir a cualquier precio. Allá cada cual con su eventual "placer" en resistir frente a lo inevitable. Allá cada cual librando un ejercicio ciego y obstinado por triunfar sobre la muerte personal. Allá cada cual con su consciencia o inconsciencia acerca de cuánto dispendio, cuántas personas, cuánto sufrimiento en su entorno intentando entre todos dar ese ser humano en el corredor de la muerte una dentellada a unas cuantas horas, a unas cuantas semanas, a unos cuantos meses o aun a unos cuantos años. Si la libertad existe verdaderamente y consiste en opciones como ésta (acompañada, claro está, por la circunstancia imprescindible de contar con los recursos necesarios para sufragar el gasto), adelante con el ejercicio de esa libertad para detraer unas fracciones de segundo a la eternidad en favor de la propia vida. Pero aun así, para la mayoría de los mortales su destino, después de un diagnóstico que el propio sujeto conoce mejor que todos los equipos médicos, es concluyente donde vaya uno a parar en el trance definitivo. Dónde le toque a uno en suerte el lugar de su destino cuando la ambulancia le transporta; cuál sea el centro hospitalario, quién el médico y los que le rodearán a partir de ese momento hasta el final clínico. Todo depende de donde vaya uno a parar; del equipo que nos toque, y de la resistencia (inútil) que ofrezcan los familiares (quien los tiene) a los manejos de la industria médica dirigida por técnicos bateados al servicio, dígase de una vez, mucho más del aparataje clínico que del paciente condenado a muerte.
El gran logro de una sociedad humana sería no tener que contar para nada con gendarmes, con asesores, con ayudantes, ni físicos ni espirituales. El único remedio que todos queremos en esos postreros momentos por los que todo ser humano pasa de uno u otro modo, es que nos dejen morir tranquilos y si es posible -y lo es- sin dolores insoportables ni sufrimiento moral. Sabiendo como sabemos aunque nos esforcemos en olvidarlo, que cada segundo son infinitas las personas que asisten a espectáculo de la muerte de un ser humano. Y que es tan cotidiano y natural, como complicado para las sociedades que se ufanan tan neciamente del progreso. Después de las muertes lentas y atroces causadas por guerras y torturas, no creo que exista otra organización humana más terrible para hacernos penar en vida que la industria médica. Pref¡ero mil veces morir sólo a caer en sus garras. A fin de cuentas, en estas descripciones hechas con la pericia de un profesor de disección de anatomía, siente uno una cierta cuota de muerte en la suya que él describe magistralmente.
Hay una ecuación sencilla: la vida es a calidad de vida lo que el tiempo de vida es al instinto de vida.
Si esta sociedad abominable en tanto aspectos se preocupase de inculcar al ser humano desde su niñez que la muerte es un tránsito al que no hay que temer porque además de ser inevitable nos la harán dulce, habríamos alcanzado las estrellas de la verdadera libertad y realización como seres ciertamente superiores en la creación. Recortar el instinto de vida, rebajarlo ajustándolo a la esperanza razonable según la constitución personal, el azar y el tipo de vida es una pedagogía mucho más eficaz y positivamente demoledora que cualquier otra enseñanza a la postre inútil del ser humano prometiéndole prórrogas que no valen nunca la pena... más que para la industria médica y farmacéutica. Es decir, para todos esos que no se sabe bien si son sus verdaderos dueños o además sus esclavos también.
Insertado
por: Jaime Richart (16/02/2005) |
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