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CONFESIÓN TARDÍA
Un dios truhán
-Hace mucho tiempo —desde setiembre de 2003— me venía dando vueltas este argumento para la escena.
Gira sobre la improbable confesión de un criminal antes de morir. He barajado varios títulos, pero al final creo que me voy a quedar con éste de "Confesión tardía" o "Cómo triunfar entre los tuyos y hacerte el amo del mundo con la teoría preventiva". Aquí ofrezco una sinopsis.
Se abre el telón. La escena es la siguiente:
En una estancia oval, como la que tuvo cuando era de mediana edad, un truhán toda su vida, en su lecho de muerte, hace confesión al pastor evangelista que ha llamado y ahora está sentado junto a la cama, y que empieza así:
“De chaval fui un golfo. De adulto un marrullero. Y desde ahí empezó el canalla redomado que hasta ayer fui. Gracias a mis malas artes, me convertí en un político de cuerpo entero; en el político de mayor renombre que en aquella época hubo en el mundo. Todos me temían y me adulaban. No era oficialmente un tirano, pero mis acciones y mis decisiones fueron más abyectas y devastadoras que si lo fuera. A fin de cuentas era dueño virtual del globo...
Pero en mi descargo he de aclarar, que no fui yo sólo el autor de todas ellas. A ociosos sabios de mi país se les ocurrió un maravilloso ingenio. Ellos fueron quienes lo pusieron en mis manos para que procediera como a continuación relataré. Al ingenio lo llamaron: "teoría preventiva ". Ni siquiera era original. Pues no era otra cosa que lo que fue nuestra vieja ley en el Oeste. Esa que te permitía matar impunemente alegando que el otro desenfundó primero. Esa que, además, te confería derechos de saqueo. Esa que tantas vidas y más de un siglo costó civilizar...
Yo había sido un alcohólico empedernido, y un día decidí cambiar el mal hábito etílico por otra pasión mucho más excitante todavía: la pasión por el poder. A través de indecibles e indecentes maniobras lo conquisté. Me convertí en el ser más poderoso de la Tierra. Al principio todo iba bien. Pero cada vez que iba al surtidor para llenar el depósito del coche, me decían que empezaba a escasear la gasolina... Yo estaba desesperado. Las arcas del reino exhaustas. No había petróleo más que para un par de años. Necesitaba mucho dinero. Y lo necesitaba, principalmente para repostar mi coche, el de papi y el de nuestros amigos y allegados. Yo había oído algún día a papi decir, que un tipo muy rico, al que trató años atrás, le había causado gran ofensa. Nunca supe en realidad en qué consistió la ofensa, pero juré venganza...
En un estado de ansiedad extrema por esta cruel noticia, como la que padece el dipsómano que fui sin la dosis de alcohol acostumbrada, empecé a maquinar la solución. Y se presentó la ocasión que yo esperaba...
Un día, caminando por una calle cualquiera del planeta, vi precisamente que aquel mismo tipo rico del que me habló papi, venía en dirección contraria a cruzarse en mi camino. Llevaba las manos dentro de los bolsillos del abrigo. El bulto de sus manos, en cada bolsillo, me evocó la visión de un arma de masiva destrucción. Sabía muy bien que sólo eran sus manos. Pero la fugaz visión me trajo a la cabeza la feliz idea, es decir, la perfecta coartada para el desfalco que venía rebuscando. Así es cómo, vociferando a la multitud que transitaba y trajinaba distraída, grité con todas mis fuerzas ayudándome de mediática megafonía: "¡Este rufián viene a por mí. Quiere matarme!".
Así es que, con el enorme trabuco del que nunca me separo, le descerrajé el cargador a bocajarro dejándole despanzurrado en la acera. Invité —e hice graves amenazas a los que se me opusieran— a todo aquél que quisiera unirse a mí para desvalijarle. Sólo dos viandantes aceptaron mi oferta generosa. El resto nada hizo, pero tampoco ofreció ninguna resistencia.
Aunque todos vieron cómo los tres nos abalanzábamos sobre el cadáver, le desabotonábamos el abrigo, metía yo mismo la mano en sus bolsillos, cogía su cartera repleta de billetes y seguíamos los tres juntos el paseo, todo el mundo prefirió creer que yo había actuado en legítima defensa. Nadie se atrevió a hacer protesta. Nadie trató de detenernos. Pensaron que aquello no era asunto suyo, y que yo era capaz de cualquier cosa. Y razón no les faltaba...
Así, con el despojo, pude ya por fin conseguir yo, para mí, para papi y para los amigos, comprar ríos de gasolina. Entre todos la despilfarramos largos años. Repartí el botín, según lo acordado, con uno de los dos socios (el que hablaba el mismo idioma). En cuanto al otro, me avergüenza recordar cómo me bastó con pasarle un par de veces el brazo por su hombro, y aún le debo una medalla que, según me han dicho, la están gestionando todavía. Pero al fin y al cabo, éste otro era lo que en su país llaman un pardillo.
Tantas veces había visto el mundo esta escena en el cine que a lo largo de décadas y décadas mis compatriotas habían inventado, que eso mismo, cine, es lo que les pareció a todos ver en aquella mi astuta zalagarda. Sólo yo, papi y mis amigos sabíamos bien que no era una película; que era realidad. Pero tanta fantasía de esta clase había estado llegando al seso a lo largo de la vida de las gentes, que pocos son los que no confundieron la realidad con la ficción, el sueño con la vigilia. Y así es cómo, de esa confusión, de ese aturdimiento, pude lograr yo, para mí y para los míos, la magnífica ventaja que acabo de contar...
Ahora estoy arrepentido. El mundo ha vuelto al punto donde se encontraba antes de ser yo su dueño...
Todo esto confidencio a su eminencia, por ver si puedo librarme del fuego eterno del infierno en el que acabo, repentinamente, de creer. Dicen que la confesión es redentora. Que así sea. Y ahora, ya más tranquilo, confiando en que el gran Dios a quien tantas veces traicioné me perdone, no me queda otra cosa que expirar. Amén”.
Hasta aquí, el argumento cuyo esbozo he terminado. Pero ahora me doy cuenta de que no vale la pena dedicar mayor esfuerzo al bodrio. Ni apasiona, ni entristece, ni divierte, ni exaspera. Simplemente aburre...
>> Autor: Jaime Richart (26/04/2005)
>> Fuente: -Jaime Richart
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