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Longevidad

¿Tanto vale la pena vivir mucho?

Una pregunta que se hace cualquiera en la vida, cada vez con mayor anticipación.


Parece ser que aquí, en Internet, el 80% de participantes y lectores es joven o de mediana edad...
De manera que aunque no tiene que ser necesariamente así, no conviene descartar que la discrepancia entre lo dicho y escrito por un sexagenario y lo leído por la mayoría de internautas alcance una proporción similar. No importa, que cada cual atienda a su juego. Y el nuestro, el de los sexagenarios medianamente inteligentes, consiste en que la actitud frente al mundo exterior suele oscilar entre dos extremos: o nos felicitamos por "casi" todo el progreso material y todo el moral (el que hay en cada iniciativa igualitarista), o se está de acuerdo con el material pero no con el moral y por eso se trata de bloquear todo cambio hondo en la tradición. (Esta segunda actitud responde a un simple instinto de conservación... psicológica. Vivir más y mejor a partir de cierta edad empieza por una adaptación al medio. Y la adaptación es en la práctica muy dolorosa cuando las transformaciones sociales, por justas que sean objetivamente y muchas veces sean la única manera de introducirlas, se implantan con brusquedad o lo parece).

Por otro lado, no se compadece bien festejar la tasa progresiva de esperanza de vida física, cuando merma mucho la calidad moral de vida en una sociedad que tiende a marginar y a arrumbar al anciano. Y anciano es “ya”, todo aquel que ha pasado al "retiro"; retiro que cada vez tiene lugar más prematuramente...

Desde luego, desde la aspiración a la inmortalidad que acompaña al ser humano en cuanto aprendió a pensar, ha llovido mucho...

Pero hoy día hay suficientes razones para comprender mal esa obsesión por prorrogarse la vida, principalmente en la sociedad occidental. Prórroga a la que contribuye decisivamente con toda clase de ardides la ciencia médica.

Y digo que se comprende mal porque cuando el anciano contaba en el concierto humano y era quien señalaba el camino a seguir al joven, tratar de alargarse la vida, vivir mucho, era un “deber”; el mayor se sentía relativamente “necesario”. Pero cuando apenas se distingue la ancianidad de la caducidad y al anciano de lo “viejo”; cuando la vejez anímica se adelanta a la física por una serie de concausas dignas de ser tratadas por separado; cuando en una sociedad que todo lo mide desde la productividad al retirado se le asigna sólo un miserable papel improductivo y marginal... la prolongación de la vida, a pesar del empeño soberbio de la técnica médica, se vacía de contenido y de sentido.

Aunque es notorio que el ser humano a medida que más vive más se aferra a la vida, empiezan a verse claros síntomas de que la paulatina pérdida de relevancia del provecto en la sociedad, por un lado, y la degradación irreversible de la Naturaleza en la que aquél suele buscar refugio, está debilitando intensa y progresivamente la pulsión freudiana de vida a favor de la pulsión de muerte.

Empiezo a pensar que en estos tiempos en que la sociedad valora tan poco la vejez o la desprecia, cuando los dioses nos quieren castigar acceden a nuestras súplicas y nos dan longevidad para sufrirla. Para sufrirla, porque la muerte moral a menudo llega bastante antes que la física.

En resumidas cuentas, si las conquistas de la medcina y de la gerontología no van acompañadas de una expansión de la afectividad sincera y del interés en escuchar al anciano, a medida que cada cual vaya envejeciendo comprobará qué superflua resulta socialmente la vejez y qué nulo interés tiene comprar la longevidad que con tanto empeño nos venden...


Insertado por: Jaime Richart (04/07/2005)
Fuente/Autor: -Jaime Richart