¿Para qué sirven las ciudades, si no saben ya latir al mismo ritmo que el corazón de un niño? |
(1988) |
LAS CIUDADES SON UN CLARO REFLEJO DE NUESTRO CUERPO, DE NUESTROS DESEOS Y FRACASOS |
Las ciudades crecen lejos de los ciudadanos por la sencilla razón de que nosotros hemos dejado de cuidar y controlar esa parte de nuestro cuerpo, de nuestra alma que se llama CIUDAD. |
Recuperar nuestro protagonismo y fiscalizar a nuestros gestores y representantes es la mejor medicina, el mejor remedio para evitar que las ciudades se conviertan en cuerpos moribundos.
Actualmente las ciudades son los espacios físicos y emocionales donde transcurre la existencia de la mayor parte de la población mundial. Es una evidencia la acelerada despoblación y abandono que padecen los núcleos rurales en todos los países del globo, fruto del neoliberalismo galopante que impregna todo. Es un hecho visible que el elemento humano se concentra en específicos puntos geográficos singulares, espacios que contienen una serie de cualidades y que pueden (o deben) ofrecer servicios y equipamientos diversos a un contingente humano considerable.
Conocer y reflexionar sobre las diversas relaciones y reciprocidades que se establecen en los cada vez más deshumanizados y caóticos núcleos urbanos es imprescindible, si verdaderamente pretendemos subsanar ciertas preocupantes deficiencias que hacen la vida personal y colectiva incomprensiblemente compleja, desagradable y generadora de nuevas patologías emocionales y físicas.
La obsesión por imponer estructuras urbanas desaforadas y completamente alejadas de las necesidades reales ciudadanas, crea nuevos e imprevisibles conflictos, que van a incrementar en un futuro cercano, los costes económicos, asistenciales... de la gestión pública en las grandes metrópolis.
La necesaria implicación ciudadana en el diseño y construcción de los espacios públicos en las ciudades presentes y futuras es, sin duda alguna, una apremiante e inaplazable necesidad que las instituciones deben afrontar y asumir urgentemente. También los ciudadanos debemos asumir nuestro papel como personas responsables, cuidando, mimando y protegiendo todo lo que conforma nuestro diverso y dinámico paisaje urbano, activando los mecanismos y cauces que permitan el control y supervisión de los servicios públicos, que se ofrecen o deben ofrecerse en nuestras grandes metrópolis. Pero para implicar en el cuidado y protección de los servicios a los ciudadanos, los gestores y las instituciones públicas deben dar ejemplo, algo que no suelen hacer, dado que viven de espaldas a las diversas realidades ciudadanas existentes, menospreciando e ignorando las legítimas peticiones e iniciativas que numerosos colectivos presentan. Una ciudad debe ser concebida por todos nosotros, como una parte esencial e inseparable de nuestro propio cuerpo; por ello, debe entenderse siempre que todo espacio urbano debe favorecer y estimular un clima positivo, que permita e incentive la convivencia humana en todos sus ámbitos, logrando la creación y conservación de referentes ambientales e histórico-artísticos singulares, en aras a mantener la idiosincrasia de las comunidades originales. El ser humano precisa disponer de referentes ambientales puros y de singulares valores histórico-artísticos propios. Respetar y mantener los valores culturales específicos, constituye una muestra clara de autoestima personal y colectiva, favoreciendo la creación de un clima propicio para la convivencia diversa, plural, positiva y esperanzadora...
De todos modos, las dos grandes y decisivas preguntas que siguen sin responder nuestros políticos y gestores, son aquellas que algunos colectivos ecologistas y pensadores contemporáneos, han formulado con insistencia en los últimos años:
¿Para qué sirven las grandes ciudades si sus administradores no son capaces de atender las necesidades básicas de los ciudadanos?
¿Quieren de verdad crear nuestros representantes, cauces de participación directa e interactiva, en aras a lograr anticiparse y resolver los conflictos visibles o larvados que van emergiendo?
Sin duda alguna parece que hay algunos modelos de crecimiento institucionales que se suelen, intencionadamente, construir y ejecutar al margen de la realidad terrenal que vivimos los habitantes de las grandes metrópolis. Si los gestores y administradores de las ciudades no saben o no quieren crear los canales y espacios precisos para "hacer amable" y “vivible” el entramado que configura el paisaje urbano, deberemos empezar a pensar que existe un abismo insalvable, entre nuestros supuestos representantes y el resto de personas anónimas, que deambulamos sin rumbo por las calles, plazas, jardines... de las grandes urbes. Si las ciudades no saben latir al mismo ritmo que los niños... si las ciudades crecen sin medida ni regulación, generando e instalando profundos desequilibrios e injusticias groseras y enormes entre sus diversos barrios... si los gestores y políticos de turno no quieren aceptar ni comprender que hay graves deficiencias y carencias estructurales, que deben ser corregidas con rigor y contando con la participación activa y directa de los ciudadanos de a pie... indudablemente, deberemos afirmar que las ciudades son simples almacenes de "personas", meros refugios de estructuras carnales sin alma ni corazón, donde no hay ya tiempo y sitio para el cultivo de un ocio creativo, de una convivencia placentera que estimule los encuentros y misterios gratuitos... Somos, ahora, simples objetos que se desplazan vertiginosamente y sin rumbo, en busca siempre de una anhelada Itaca, en busca de un paraíso que ha sido expoliada ya por el deseo depredador y destructivo que desprende un sistema económico, cuyo objetivo no es compartir y extender una gozosa y festiva felicidad entre todos los seres humanos... Muchos pensamos ya, con honda tristeza y consternación, que las grandes urbes actuales son simples contenedores, simples depósitos destinados a la acumulación de grandes masas "humanas", donde unos pocos privilegiados gozan del control absoluto de los espacios y tiempos, mientras el resto acata sumiso las implacables reglas de un mercado voraz y despiadado. Antonio Marín Segovia. Cercle Obert de Benicalap. Iniciativas Sociales y Culturales de Futuro. 2 de diciembre de 2004.
CIUDADANOS La ciudad reaviva nuestro rescoldo de agresividad. Hemos de defendernos de ella, imaginada para aumentar la vida. Fue un refugio del que hoy nos vemos obligados a huir. Frente al enriquecimiento del ágora o el foro, el centro de nuestras grandes ciudades es un humeante y ensordecedor amasijo de edificios administrativos, bancos, oficinas, apartamentos, coches y almacenes. La incomunicación y la insolidaridad nos acogotan. Suavizarlas es el oficio de los ayuntamientos. Pero también es cierto que las ciudades son inhabitables porque nosotros somos pésimos habitantes. Antonio Gala. 4 de enero de 1990 EL ESCENARIO DE LA VIOLENCIA: CIUDADES Y ESPECTÁCULO Félix de Azúa. (Artículo escrito en 1987)
Uno de los fenómenos urbanos más significativos del último decenio es la aparición de un espectáculo de la violencia, convertido rápidamente en mercancía. Aunque actualmente afecte, sobre todo, a un cierto modelo cinematográfico americano, sus orígenes abría que buscarlos en los happenings de los años 70 (actuaciones públicas entre el festival, el teatro y la manifestación). No es que las ciudades anteriores a mayo de 1968 fueran pacíficas, ni mucho menos, pero sólo muy recientemente esa violencia urbana y espectacular se ha convertido en valor de cambio y ha dejado de plantearse como un problema moral.
Desde principios de siglo (recordemos la célebre conferencia de G. Simmel, en 1903, titulada “Las grandes ciudades y la vida intelectual”) es un lugar común decir que las metrópolis son escenarios privilegiados de la violencia. Para todos es evidente que en las grandes ciudades se produce un aumento descomunal de la agresividad, debido a la estrechez territorial y al bombardeo de emociones agresivas y violentas que recibe el ciudadano.
Recordemos, sin embargo, que la justificación tradicional de la actividad violenta suele apoyarse en la fisiología del comportamiento viene a argumentar lo siguiente: para la conservación de la vida (y de la especie), todos los animales, incluido el hombre, sufren crisis cíclicas de agresividad que impiden su extinción.
En consecuencia, las pulsiones agresivas no deben reprimirse, pues ello provocaría la paralización del sistema y su putrefacción a corto plazo. Sí deben, en cambio, canalizarse, con el fin de que no dañen al individuo mismo que trata de protegerse. Dado que en las ciudades no hay posibilidad de descarga que no traiga consigo un enorme peligro, por el hacinamiento y la complejidad tecnológica del medio, la canalización es imprescindible. De ese modo, una de las canalizaciones más habituales es conocida por los etólogos como “agresión sobre un objeto de reemplazo”.
Imaginemos que un atemorizado e irritado conejo desea matar al zorro que le hace la vida imposible. Si lo intenta, el conejo será destruido, sin duda alguna; de manera que en lugar de agredir al zorro le pega una patada a un ratón. El chivo expiatorio y la víctima propiciatoria son objetos de reemplazo con una larga tradición urbana: las persecuciones y agresiones contra judíos, negros, árabes, gitanos o sudacas (forma apocopada de aludir a los sudamericanos, con un matiz despectivo), permiten a los frustrados y agresivos ciudadanos emprenderla a golpes con minorías débiles y sin respuesta, en lugar de apalear a la propia familia; aunque, por lo general, también apalean a la propia familia. Volveremos sobre ello.
Una eficaz variante del objeto de reemplazo es el deporte, actividad típicamente urbana. La ritualización de los actos agresivos y el autocontrol permiten a los deportistas la simulación de una lucha, sin que necesariamente conlleven desperfectos físicos o económicos.
Es muy notable que, una vez convertido en un colosal negocio, el deporte ha generado lo que podíamos llamar “violencia de segunda generación”. Las pandillas de espectadores que incendian, destruyen, e incluso matan, no hacen sino manifestar su disgusto por la comercialización de la última válvula de escape que les quedaba. Así se cobran (con lo que destruyen) el dinero que les han cobrado a ellos. Si el espectáculo deportivo fuera gratuito, como la tragedia en Atenas, desaparecería la violencia.
El último objeto de reemplazo, entre muchos, que nos interesa subrayar es el nacionalismo o entusiasmo patriótico surgido por vía negativa, es decir, aquel que se estructura en torno a un “enemigo exterior” con el fin de canalizar la identificación con el “Jefe”. Lorenz lo propone como una variante del “chivo expiatorio”. La agresividad generada por la propia incapacidad o impotencia se desvía, así, hacia una lucha simbólica entre “nuestro Jefe” y “ellos”.
Los espectáculos de masas agresivas –mussolinianas, peronistas, franquistas, abertzales, etc.- tienen un escenario espléndido en las grandes avenidas y plazas urbanas. El apretujamiento, el estruendo, la música militar, los incontrolados, las banderas, la aparición del Jefe, la iluminación dramática, son elementos de extraordinaria escenográfica. La sangre, aunque sea en pequeña cantidad, es imprescindible para que el montaje tenga éxito.
La violencia espectacular de la gran ciudad ha seducido, como es natural, a muchos intelectuales y artistas. El discurso a favor de la violencia suele fundarse en el hecho de que la violencia es imprescindible, no sólo para la destrucción, sino para también para la construcción. Una sociedad no violenta, dicen, no sería pacífica sino pasiva. Desde Hegel, la lucha por el reconocimiento admite como herramienta legal el uso de la violencia sobre un medio “inerte”, “abúlico”, “necio”, o “pancista”.
El mito derechista de la mayoría silenciosa no es otra cosa que una excusa para manipular violentamente a unas muchedumbres a las que se considera egoístas, cobardes e acomodaticias. Sobre ellas y por motivos que se presentan “idealistas”, pueden ejercerse toda clase de presiones, ya que esas muchedumbres únicamente desean llenarse la panza y ver la televisión. La masificación y el anonimato urbano son condiciones necesarias para este modelo de violencia masiva.
Sin embargo, la mayor parte de las explosiones de violencia urbana manifiestan justamente lo contrario de la “cobardía” o el “pancismo”. Cuando en ocasiones la muchedumbre enfurecida se lanza a la calle con el fin de destruir, robar e incendiar (los casos típicos más recientes son los que se producen en los barrios de marginados), lo que se lleva acabo es una consumición inútil de bienes inalcanzables.
La destrucción de bienes (a poder ser por fuego), el gasto puro sin beneficio, es la descarga ritual de unos desposeídos a quienes se atormenta con la visión de bienes codiciables que no podrían adquirir en toda una vida de esclavitud y humillación. Resulta significativo observar que entre las llamas y los autobuses volcados, siempre hay grupos danzando.
Estas justificaciones de la violencia suelen olvidar que la violencia real es invisible; carece de espectáculo. ¿Cuánta violencia fue necesaria para rebajar la jornada laboral de las 14 a 8 horas diarias? ¿Cuánta violencia invisible ha sido utilizada para encerrar en manicomios, cárceles, asilos, reformatorios y cuarteles a todos aquellos que no coinciden con el modelo de ciudadano ideal diseñado por las elites industriales? Sus correlatos desde la izquierda, a saber, la revolución y el terrorismo, son miniaturas frente a esa violencia silenciosa e invisible. Todos los grupos terroristas del mundo unidos, jamás podrán sumar en un año el número de muertos que se producen en las carreteras europeas en un sólo fin de semana.
¿Y por qué se considera, oficialmente, que el muerto de la autopista es diferente al muerto en atentado? La respuesta es de sentido común: porque el muerto de autopista se ha matado, en tanto que el otro ha sido asesinado. Pero esto es un sofisma. La verdadera diferencia estriba en que las sociedades industriales admiten el gasto en muertos inherentes al uso del automóvil, pero no el gasto en muertos inherentes a la chifladura política, religiosa o sexual.
Así se acepta sin pestañear el sofisma siguiente: al muerto de autopista le ha matado su propia libertad de usar coche (como si tuviera alternativa real), y al de atentado lo ha matado la libertad ajena (como si el neurótico fuera “libre”). Ese monumental enredo esconde una verdad espeluznante: hay muertes permitidas y muertes prohibidas; hay una violencia tolerada y otra utilizada como coartada para ocultar la primera.
De este modo llegamos a la cuestión esencial: la gran ciudad es un escenario donde tienen lugar el espectáculo de la violencia, pero este espectáculo se rige por unas leyes que le distinguen entre una violencia buena y otra mala. Y lo que es más grave: sólo se llama violencia a la violencia “mala”; a la violencia “buena” no se la llama violencia sino sacrificio. Para la ideología ilustrada los miles de ciudadanos que salen el fin de semana a aplastarse en cualquier curva de autopista no son víctimas de ninguna violencia (técnica, económica o política), sino “el precio que hay que pagar” para vivir en una ciudad industrial y progresiva. A los muertos de fin de semana se les considera “sacrificados en el altar del progreso”, es decir, muertos “por causas naturales”.
En consecuencia, en este escaparate de la violencia, que es la gran ciudad, podemos asistir a dos espectáculos: el de las víctimas y el de los sacrificados. Ambos son visibles hasta extremos escandalosos, pero reciben diferente tratamiento. A los “sacrificados” no les ha agredido nadie: son un tributo que se cobra ese ente anónimo que se llama “progreso”.
Por ejemplo: ¿quién agrede diariamente a los habitantes de barrios como La Perona? ¿Qué patológica crueldad constructiva ha levantado la Avenida Icaria o la Zona Franca? ¿Cómo considerar “neutral” la visión de Belvitge?. Muchas chavolas están encaladas, ornamentadas con geranios, definidas con frágiles cercos de madera. ¿Por qué las naves industriales son una cochambre rodeadas de basuras? La usura del empresario que ni siquiera pinta la fachada de su almacén, ¿no es una agresión? La monstruosa presencia de medianeras, desnudas y abyectas como piezas de matadero, ¿no son una invitación al desprecio, a la dejadez, la chapuza o la abulia?
Más agresiva es todavía la violencia administrativa. Caminar por una calle que la especulación ha reducido a cero, sorteando postes eléctricos y telefónicos, buzones incrustados de cualquier modo, papeleras desproporcionadas a la acera, señales varias obsoletas y toda suerte de objetos urbanos (por ejemplo, calle Bertrán, para no hablar de zonas degradadas), es una experiencia que debiera hacernos cavilar sobre la voluntad agresora de las grandes compañías financieras y su carácter impune.
Estos elementos de invitación a la venganza personal (los asientos del metro son reventados precisamente cuando el metro se detiene injustificadamente) son, sin embargo, anecdóticos comparados con la violencia masiva: envenenamientos producidos por el estancamiento de gases cada vez que nos ataca el anticiclón, emanaciones industriales que asfixian a los niños en las escuelas, enloquecedor estruendo de los escapes en motos, autobuses y camiones, desesperación inducida en los conductores por falta de espacio circulatorio o de aparcamiento…
Estas violencias constantes son más traumáticas porque no se consideran “violencia”, sino “el precio que hay que pagar” para vivir en la gran ciudad. Son violencias “buenas”, y por lo tanto no producen víctimas, sino “sacrificados”. El problema es que los sacrificados descargan su enajenación mental del modo que pueden, y entonces ellos sí que son violentos “malos”.
Los técnicos y administrativos urbanos se muestran absolutamente desesperanzados ante esta situación de tortura contra el ciudadano. Su impotencia, entonces, puede transformarse en cinismo y defender, consecuentemente, que la ciudad debe de ser así: una tortura “moderna”, un altar donde se sacrifican los infelices que desean vivir una vida contemporánea.
Frente a estos grandes espectáculos “invisibles” de violencia sacrificial, los espectáculos de violencia “mala” son minúsculos, pero se ven agigantados por la opacidad de los anteriores. Así por ejemplo, la llamada “inseguridad ciudadana” nunca se utiliza en referencia a los afectados por una emanación industrial o a las víctimas de la red viaria, pero es el gran espectáculo de la violencia visible.
Los delincuentes ocupan el lugar de las ratas, cuya proliferación urbana es “natural”: se reproducen muy rápido, son nocturnos, ágiles, viven aislados u ocultos, atacan por sorpresa y desaparecen a gran velocidad. La luz los ahuyenta. Al igual que las ratas, los delincuentes roen el tejido de bienes: aparatos de música, cadenas de oro, relojes, dinero de bolsillo… Consecuentemente reciben un tratamiento analógico: deben ser exterminados con raticida, es decir, con medidas de ataque, ya que reinsertarlos es tan inútil como tratar de domesticar una rata.
Así pues, los rateros ocupan un lugar importante en el espacio informativo.
Las agresiones contra la propiedad –robos, atracos, escalos- ocupan, a su vez, el lugar visible de los “negocios”. Una sola inmobiliaria fraudulenta produce más víctimas que la totalidad de los carteristas de Barcelona, pero la violencia de los atracadores es, para el Estado, la única realmente “violenta”.
En términos reales, nunca como ahora ha estado tan protegida y resguardada la propiedad privada de bienes, pero es ahora cuando el espectáculo de la violencia debe ocultar la expoliación gigantesca a la que se ve sometido el conjunto de la población por parte de un puñado de grupos legalizados. Las víctimas de un atraco son víctimas de la violencia; los expoliados por una quiebra fraudulenta son “sacrificados por el progreso”.
Los delincuentes ocupan el lugar del chivo expiatorio, tal y como lo describe R. Girard. El procedimiento para crear un chivo expiatorio es el siguiente: dada la enorme dosis de agresividad que genera la gran ciudad sobre los individuos, éstos corren el peligro de dañar a personas próximas, en un momento de enajenación incontrolable: su mujer, sus hijos, los colegas del trabajo, el director de la fábrica, el jefe de personal, el policía de barrio…
Se elige entonces una minoría débil, analfabeta y pobre. Se le aprietan las tuercas: no se le da trabajo, se le obliga a vivir en la basura, se le humilla, se le niegan sus derechos, se le aísla y se le califica hasta que esa minoría estalla de ira y agrede, roba, viola o mata. Entonces se le encierra. Toda la agresividad invisible ha tomado forma en el chivo expiatorio y se ha hecho visible. Los medios de comunicación muestran la imagen visible de la violencia. La otra no tiene imagen.
No puede extrañarnos que los maleantes, sometidos a semejante presión, acaben todos en la drogadicción; es la única manera de seguir soportando su trabajo y cumpliendo el papel que se les ha adjudicado. Y además, acortan la vida.
Lo más singular es que la violencia visible (la “mala”) suele ser redimida por los círculos artísticos. La proliferación de ornamentos humanos destinados a dar una bella apariencia de delincuente es, hoy en día, avasalladora. Los grupos juveniles adornados según etnias tribales (punk, heavy, mod, rocker y afines) son un homenaje a la delincuencia por parte de las capas sociales más inocentes y sensibles. Como los sacerdotes de las religiones orientales, los adolescentes viven, en seguridad y sin sobresaltos, el placer de participar en un ámbito sagrado que es el propio de las víctimas propiciatorias, es decir, de los delincuentes.
Es un modo de expresar su admiración hacia esa minoría que ha sido elegida para que, mediante su destrucción, nos conservemos. Esta actividad artística –que afecta a amplias zonas de la oferta mercantil: galerías, premios, teatros…- podría ser calificada “delincuentosa”, y contrasta poderosamente con la imagen de los años 50, cuando los jóvenes deseaban parecerse lo más posible a un recluta muerto en Hiwo Jima o en Dunquerque.
Pero no hay que hacerse ilusiones: todas las manifestaciones artísticas delincuentosas sumadas, jamás le llegarán a la suela del zapato a una buena agresión simbólica institucional. Por ejemplo: todo aquel que descienda en la estación de Metro de la Avenida Tibidabo, se encontrará con un perfecto modelo de agresión invisible y silenciosa: un ascensor Otis, sin tripulante, que cierra sus puertas implacablemente y sin avisar, llevándose por delante a niños y ancianos.
En varios años de funcionamiento, jamás he visto quejarse a nadie. La anciana empujada suelta un “¡Jesús, qué bestias!”, sin que nadie acierte a decir de qué bestias se trata, y el niño deja escapar algo más contundente, siempre dentro del verbo sagrado. Y nada más. Los que se encuentran en el interior del ascensor suelen sonreír comprensivamente y dar cabezadas cargadas de razón. Los ciudadanos aceptan el trato fascista que imparte el ascensor Otis como “el precio que hay que pagar” por vivir en la ciudad, utilizar un transporte público, y querer luego, encima, salir a la calle. Ninguna manifestación artística, por agresiva que sea, superará el valor artístico de este ascensor, extraordinario ejemplo de lugar que ocupa el usuario en la cabeza del ingeniero (no violento).
Muy pocos comprenden que esta acumulación de violencia invisible nunca es inocua. Hace ya muchos años que no vivimos en una ciudad dividida. La fascinante situación de Beirut es un ejemplo interesantísimo de lo que puede dar de sí una ciudad en descomposición. ¿Cómo será –porque es inevitable que sea- un enfrentamiento severo en Nueva York, en México DF, en Barcelona? Valdrá la pena estar vivo para verlo. Y luego, quizá no.
VALENCIA: EL URBANISMO COMO ESPECTÁCULO Joan Olmos es ingeniero de Caminos.
Acostumbrados como nos tiene nuestro ayuntamiento capitalino a sacarse de cuando en cuando conejos urbanísticos de la chistera, hace dos semanas nos ofreció, sin embargo, todo un intenso festival internacional, que algunos han calificado como el punto de inflexión entre la Valencia local y la Valencia global, un antes y un después en la ya de por sí agitada historia urbana de nuestra ciudad.
En el apretado espacio de apenas tres o cuatro días aparecieron algunos prodigios que alteraron la rutina, sembrada en los últimos años de recalificaciones, ampliaciones y expolios, que habían agotado la capacidad de sorpresa de los ciudadanos.
La recalificación de suelo futbolístico, que huele a enorme pelotazo, seguía dando que hablar. Y el nonato Parque Central, cuyo embarazo dura ya 16 años, continuaba su marcha de cambios en la trastienda, revisando al alza la edificabilidad en el interior y en los bordes. A la espera de una nueva maqueta, todo parece indicar que el parto, como el de los montes, alumbrará, no un parque, sino una maceta.
Hubo otras sorpresas menores, como el intento de declarar de interés general los campos de golf, (como el fútbol de la era Cascos ¿recuerdan?), para saltar por encima de la ley del Suelo, de la ley de Aguas o del sentido común.
La sacudida mediática todavía reservaba, sin embargo, emociones más fuertes.
Volvamos a la ciudad. El primer gran sobresalto vino de la mano de Santiago Calatrava y su enésimo proyecto, ahora de unos rascacielos para la Avenida de Francia. Y otro día nos enteramos de que se ha convocado un concurso internacional para el PAI del Grau...
Pero la traca final, el colofón al fantástico festival internacional de pirotecnia urbanística, llegó hace unas semanas con el show Nouvel. De entrada, y al margen de que Jean Nouvel sea un tipo simpático y uno de los más reconocidos arquitectos del star system, habría que huir a la misma velocidad del chovinismo como del papanatismo provinciano ante lo foráneo. Si se trata o no de una figura adecuada para resolver un asunto tan complejo, si hay que convocar actores internacionales o locales, ésa no es, a mi modesto entender, la cuestión central del espectáculo del anterior fin de semana. A falta de documentos más esclarecedores, que me temo no existen, intentemos un apunte de urgencia, asumiendo todos los riesgos de errar, sobre la presentación ofrecida a los invitados en el Oceanográfico. Tiempo habrá para analizar con más detalle la propuesta.
Que el frente marítimo estaba reclamando una ordenación razonable es algo que viene pidiéndose, por diferentes profesionales y colectivos desde hace tiempo. Y si no ha salido adelante, no será por falta de ideas, muchas de ellas absolutamente desinteresadas. Se ha propuesto, asimismo, convocar concursos de ideas para completar el tramo final del viejo cauce, reordenar la dársena interior del Puerto, rehabilitar Nazaret y formular una apuesta respetuosa con el entorno físico y social de los barrios de El Grau, Cabanyal y Malva-rosa. Pero los proyectos concretos requieren un armazón previo que los sustente, eso que tanto gusta a algunos llamar el modelo de ciudad.
Por tratarse de un asunto de máxima importancia requeriría, en todo caso, un amplio debate profesional y ciudadano. El potencial de transformación positiva de la parte oriental de la ciudad, es enorme, pero también alto el riesgo, por ser un espacio cotizadísimo para los intereses inmobiliarios, que no vienen mostrando precisamente mucha sensibilidad social ni cultural.
Pero esa necesidad urgente para la ciudad, que el ayuntamiento no ha sabido o no ha querido ofrecer al debate, actuando puntualmente según el ritmo que marca el mercado inmobiliario, no justifica ahora la apresurada llamada a un arquitecto de prestigio, presentado como acto de mecenazgo empresarial, bajo cuyo paraguas mediático se nos intenta colar una serie de asuntos pendientes y conflictivos. Cuesta creer que el señor Nouvel, sin tomar el pulso a la ciudad, a sus ciudadanos e instituciones profesionales, haya podido elaborar una propuesta de tan complejas variables. ¿De verdad ha estudiado toda la remodelación del sistema viario de la zona este de la ciudad, incluido el discutidísimo acceso Norte al puerto que ofreció? ¿No cree el señor Nouvel, como otros ilustres colegas suyos, que nuestros barrios marineros no necesitan pantallas de bloques altos y torres emblemáticas en primera línea para tapar el hoy deteriorado frente urbano litoral, sino cuidadosas operaciones de rehabilitación? ¿Le han explicado qué significa La Punta antes de proponer esa pintoresca pieza urbana compuesta de bloques en cuyo interior mantiene zonas de huerta residual? ¿Cree que el dique de Levante del Puerto es el lugar ideal para construir viviendas?...
En el fondo de esta sucesión de episodios, subyace una realidad difícilmente cuestionable, denunciada desde hace tiempo: el gobierno democráticamente elegido ha perdido el control sobre la construcción y gestión de la ciudad, que ha pasado a manos de agentes inmobiliarios y operadores de servicios, alentados por grupos de presión, si no formalmente constituidos, sí realmente operativos.
Por su parte, la oposición política, salvo algunas excepciones, ha abandonado también su función de control en este proceso de cambio vertiginoso que está experimentando la ciudad, en la defensa del marco que tanto ha costado conseguir para la cultura urbana: el planeamiento democrático y redistributivo, la participación social y la prevalencia del interés general. Más bien al contrario, esa oposición, seducida por un mal entendido electoralismo, se ha sumado a menudo a la cabalgata triunfal de los más variados y discutidos eventos.
Esas son las razones por las que han proliferado, por todo el país, multitud de colectivos en defensa de los más elementales principios cívicos y culturales, únicas voces que se escuchan contra tanto atropello; contra la mercantilización salvaje de la ciudad y el territorio, donde la nefasta figura del agente urbanizador ha sustituido a los legítimos intereses sociales y políticos.
Una más entre las incontables muestras de este desparpajo urbanístico lo encontramos estos días en Sanet i Negrals (Marina Alta), donde el promotor de un campo de golf promete a los vecinos que el proyecto redundará en "mejorar su calidad y el nivel de vida" y revalorizará sus viviendas en un 250%, porque les permitirá "tener un paraje natural inigualable, al estilo de los más tradicionales campos de golf ingleses"...
Dejo al lector, incluso al lector poco avezado en los temas urbanísticos, su particular reflexión sobre todo este cúmulo de despropósitos.
LA CIUDAD PRUDENTE Josep Sorribes es profesor de Economía Regional y Urbana de la Universidad de Valencia. "Llevamos un quinquenio largo en el que el lema parece ser el "grande, ande o no ande" y en el que da la impresión de que nuestros representantes se han creído a pie juntillas aquello de que la oferta genera su propia demanda. Nos han llenado de contenedores culturales y de "ciudades" temáticas y han duplicado la deuda.
Han dejado al mercado libre de ataduras y éste nos ha obsequiado con un boom inmobiliario (tranquilos, no hablaré de "burbuja") de armas tomar que ha llenado la ciudad de viviendas caras y de demandantes de vivienda insatisfechos porque no llegan al Olympo ni dejando de comer. Nos han cambiado paisajes enteros de la ciudad a golpe de PAI y nos han bombardeado con la "Valencia que avanza", pero nadie nos ha explicado qué piensan hacer con la que no avanza y se degrada."
Hace ya algún tiempo que oí a mi buen amigo Joan Romero hablar de la "gestión prudente del territorio". Me gustó la expresión. Tenía un inconfundible aroma a sensatez, templanza, sentido común, reflexión... Pronunciada con esa tranquilidad -no exenta de radicalidad- a la que me tiene acostumbrado Joan, la frase de marras era un buen varapalo al fast thinking, a la mediocridad y a la cortedad de miras. Un tirón de orejas cuyo efecto se incrementaba al contemplar el rostro de quien la pronunciaba. Una mirada penetrante, unas facciones angulosas, fáciles de derivar hacia las del ave rapaz en la mano de cualquier caricaturista aventajado. El tono sosegado y el filo presto.
Me quedé con la copla, como suele decirse. Meditabundo y cabizbajo como ando en los últimos tiempos, el estruendo de las trompetas mediáticas me despertó bruscamente de mi sopor mental. De repente, los dioses parecen haber nominado a mi ciudad para recibir las mieles de la rutilante arquitectura de autor. Mi ilustre paisano Calatrava se descuelga con unas atormentadas y retorcidas chimeneas posmodernas -las más altas de Europa, faltaría más- que amén de enjugar, supuestamente, parte de la deuda de CACSA con sus 160.000 metros cuadrados edificables, nos ubica de lleno en la posmodernidad. La detestada Torre de Comunicaciones de 1995 a la que tantos problemas le veía el PP queda así superada siguiendo los cánones de la síntesis hegeliana. Y lo de la afección al tráfico aéreo es una minucia. Que cambien de rumbo y que no incordien la fiesta.
Antes de poder reaccionar ante tan avanzada propuesta, leo que a un concurso de ideas restringido de cuya existencia no me había enterado, se ha presentado la plana mayor de la arquitectura con nombre y mayúsculas y nos van a enseñar cómo los depósitos de Campsa y zonas adyacentes pueden transmutarse en la nueva postal de la posmodernidad compitiendo en un frenético "y yo más" con don Santiago. La cosa se anima pero, como el truco es no dejar respirar, la alcaldesa presenta -supongo que sin prejuicio de lo que el concurso de ideas dé de sí- la propuesta del novedoso Nouvel, elogiada por tutti quanti, que nos obsequia con un conjunto de gráciles rascacielos desde los que mirar al mar sin complejos.
Finalizada, de momento, la mascletà, tengo que reconocer que vivo sin vivir en mí y estoy sumergido en un mar de dudas. Jo sóc peix de terra en dins, que vols que faça, (gracias Muñoz) y tanta Copa de América, tanto Puerto y tanto mar me sientan fatal. A lo peor, mi problema es que me he quedado obsoleto y no conozco los nuevos modos de "hacer ciudad". Y, encima, no me he percatado de que toda esta movida no es sino la culminación del ímprobo esfuerzo que están haciendo desde hace años mis gobernantes para convertir mi ciudad en una ciudad internacional.
Insisto, estoy hecho un mar de dudas y no quisiera contagiar mi empanada mental. Por eso me he refugiado en mis recuerdos y he intentado dejar la mente en blanco. Ha sido inútil. Mi neurona inteligente ha encontrado en la casilla número 215.437 de mi perezoso cerebro la referencia a la "gestión prudente del territorio". Y yo, estúpido de mi, no me he podido resistir a la tentación de preguntarme si toda esta vorágine era "prudente" más allá del habitual maquillaje simbólico y del ¡¡¡ooooooohhh!!! del papanatismo provinciano.
Llevamos un quinquenio largo en el que el lema parece ser el "grande, ande o no ande" y en el que da la impresión de que nuestros representantes se han creído a pie juntillas aquello de que la oferta genera su propia demanda. Nos han llenado de contenedores culturales y de "ciudades" temáticas y han duplicado la deuda. Han dejado al mercado libre de ataduras y éste nos ha obsequiado con un boom inmobiliario (tranquilos, no hablaré de "burbuja") de armas tomar que ha llenado la ciudad de viviendas caras y de demandantes de vivienda insatisfechos porque no llegan al Olympo ni dejando de comer. Nos han cambiado paisajes enteros de la ciudad a golpe de PAI y nos han bombardeado con la "Valencia que avanza", pero nadie nos ha explicado qué piensan hacer con la que no avanza y se degrada.
Recuerdo como si fuera ayer mis tiempos de Jefe de Gabinete del entonces alcalde Ricard Pérez Casado y cómo me irritaba la oposición maniquea entre las "necesidades de los barrios" y el supuesto "faraonismo" de obras como el Jardín del Túria o el Palau de la Música. No caeré en el error que entonces criticaba. Pensaba -y sigo pensando- que una ciudad tiene que tener ambición y debe compaginar la atención a las necesidades perentorias con los proyectos de futuro. No estoy en contra per se de la arquitectura de autor y me parece bien que se plantee (lean La Valencia de los 90, libro editado en 1987 y silenciado desde 1991) la transformación de la fachada marítima. Y me parece magnífico que se aborde la operación del Parque Central aunque me asustan las últimas informaciones sobre la "edificabilidad" y la reducción del parque a un simbólico verde residual. Y... lo que ustedes quieran. Pero, remedando a la canción, nos queda la palabra para pedir sencillamente prudencia, equilibrio, sensatez, templanza.
Para hacer rentables (o moderamente deficitarios) los equipamientos culturales que tenemos nos habrían de visitar al año un buen número de millones de turistas y quizá no podamos competir -al mismo tiempo- en música con Berlín, en ópera con Viena, en teatro con Broadway o Edimburgo, en arte con el MOMA o Londres. Quizá. Y quizá sería conveniente estudiar la demanda de esos 160.000 metros cuadrados que -parece mentira- caben en los atormentados rascacielos cuya maqueta miran con supuesta admiración Camps y Rita en la obligada foto. Sólo pido prudencia. Y nada mejor que una revisión no escamoteada del Plan General de 1988 en la que hable también la otra Valencia y en la que se atemperen demandas y ofertas de bienes y servicios públicos. Desde la duda, suyo afectísimo.
LA "CIUDAD SOSTENIBLE": RESUMEN Y CONCLUSIONES José Manuel Naredo y Salvador Rueda.
Cabe resumir en los siguientes puntos las ideas más destacables de esta reflexión sobre la "sostenibilidad" de las ciudades y el modo de fomentarla.
No es tanto la novedad, como la controlada dosis de ambigüedad, lo que explica la buena acogida que tuvo el propósito del "desarrollo sostenible", en un momento en el que la propia fuerza de los hechos exigía más que nunca ligar la reflexión económica al medio físico en el que ha de tomar cuerpo. Sin embargo, la falta de resultados inherente al uso meramente retórico del término "sostenible", se está prolongando demasiado, hasta el punto de minar el éxito político que acompañó a su aplicación inicial: la insatisfacción creciente que ha originado esta situación, está multiplicando las críticas a la mencionada ambigüedad conceptual y solicitando cada vez con más fuerza la búsqueda de precisiones que hagan operativa la meta de la "sostenibilidad".
El presente documento tratará de responder a las mencionadas demandas de operatividad. Para ello se impone una clarificación conceptual previa que pasa por identificar las diferentes y contradictorias lecturas que admite el consenso político generalizado de hacer sostenible el desarrollo. Porque mientras la meta sea ambigua no habrá acción práctica eficaz, por mucho que el pragmatismo reinante trate de buscar atajos afinando el instrumental antes de haber precisado las metas.
La ambigüedad conceptual del término "sostenible" no puede resolverse mediante simples retoques terminológicos o definiciones descriptivas o enumerativas más completas de lo que ha de entenderse por tal: el contenido de este concepto no es fruto de definiciones explícitas, sino del sistema de razonamiento que apliquemos para acercarnos a él.
La lectura que puede hacerse de este término desde la idea usual de sistema económico, se traslada al universo de los valores monetarios en el que tal sistema se desenvuelve, con las siguientes recomendaciones: conseguir una valoración adecuada del "capital natural" y hacer que la inversión en "capital natural" compense holgadamente el deterioro del mismo. Pero el tratamiento de este tema ha escindido las filas de los economistas.
Muchos autores advierten que la heterogeneidad de los elementos que componen esa versión ampliada del capital y la irreversibilidad de los procesos, limita las posibilidades de resolver el tema de la sostenibilidad en el mero campo del valor y aconsejan abordarlo desde las nociones de sistema que se aplican en ecología para estudiar las relaciones de los organismos entre sí y con el medio en el que se desenvuelven.
De acuerdo con otros autores hemos optado por denominar sostenibilidad débil a aquella que aborda el tema desde la perspectiva monetaria propia de la economía estándar y sostenibilidad fuerte desde la perspectiva material propia de la ecología y las ciencias de la naturaleza a ella vinculadas. En lo que sigue se razonará preferentemente desde el punto de vista de la sostenibilidad fuerte, por adaptarse mejor al estudio de esos sistemas concretos que son las ciudades, aunque sin perder de vista los problemas de la valoración monetaria.
Para aplicar la noción de sostenibilidad fuerte, hay que identificar también los sistemas cuya viabilidad o sostenibilidad se pretenden enjuiciar, así como precisar el ámbito espacial (con la consiguiente disponibilidad de recursos y de sumideros de residuos) atribuido a los sistemas y el horizonte temporal para el que se cifra su viabilidad.
Si nos referimos a los sistemas físicos sobre los que se organiza la vida de los hombres (sistemas agrarios, industriales,...o urbanos) podemos afirmar que la sostenibilidad de tales sistemas dependerá de la posibilidad que tienen de abastecerse de recursos y de deshacerse de residuos, así como de su capacidad para controlar las pérdidas de calidad (tanto interna como "ambiental") que afectan a su funcionamiento. Aspectos éstos que, como es obvio, dependen de la configuración y el comportamiento de los sistemas sociales que los organizan y mantienen.
Es justamente la indicación del ámbito espacio-temporal de referencia la que da mayor o menor amplitud a la noción de sostenibilidad (fuerte) de un proyecto o sistema. Hablaremos, pues, de sostenibilidad global, cuando razonamos sobre la extensión a escala planetaria de los sistemas considerados, tomando la Tierra como escala de referencia, y de sostenibilidad local cuando nos referimos a sistemas o procesos más parciales o limitados en el espacio y en el tiempo.
Así mismo, hablaremos de sostenibilidad parcial cuando se refiere sólo a algún aspecto, subsistema o elemento determinado (por ejemplo, al manejo de agua, de algún tipo de energía o material, del territorio) y no al conjunto del sistema o proceso estudiado con todas sus implicaciones. Evidentemente a muy largo plazo tanto la sostenibilidad local como la parcial, están llamadas a converger con la global. Sin embargo, la diferencia entre sostenibilidad local (o parcial) y la global cobra importancia cuando, como es habitual, no se razona a largo plazo.
Para que los ciudadanos quieran vivir en la ciudad las condiciones de habitabilidad y calidad de vida tienen que satisfacer sus expectativas y deseos. El problema es que las ideas dominantes, los propósitos conscientes que conforman la calidad de vida de los individuos están basados en la competitividad, en el poder, en la individualidad y en la cultura del objeto, relegando cada vez más aquellas ideas basadas en la cooperación, en la dependencia y en la solidaridad.
La calidad de vida de los ciudadanos es un reflejo de las expectativas sociales, siendo los propósitos dominantes en nuestra sociedad los mismos que antes hemos mencionado. La aplicación de estos propósitos por parte de las actividades, sean estas económicas o no, y de las instituciones, utilizando las tecnologías actuales y en un contexto de globalización, provoca una transformación en los ecosistemas de la Tierra claramente insostenible.
El funcionamiento milenario de la biosfera ofrece un ejemplo modélico de sistema que se comporta de modo globalmente sostenible y del fenómeno de la fotosíntesis que ha posibilitado este comportamiento. Las transformaciones de materiales y energía que se operan en el caso de la fotosíntesis resultan ejemplares con vistas a una gestión sostenible de recursos desde los cuatro puntos de vista siguientes:
Uno es que la energía necesaria para construir o producir (añadiendo complejidad a los enlaces que ligan a los elementos disponibles) procede de una fuente que a escala humana puede considerarse inagotable, asegurando así la continuidad del proceso. A la vez que tal utilización no supone un aumento adicional de la entropía en la Tierra. Otro, es que los convertidores (las plantas verdes) que permiten la transformación de la energía solar en energía de enlace, se producen utilizando esa misma fuente de energía renovable.
Un tercer aspecto es que el proceso de construcción mencionado se apoya fundamentalmente en sustancias muy abudantes en la Tierra. Una cuarta característica a destacar viene dada porque los residuos vegetales originados, tras un proceso de descomposición natural, se convierten en recursos fuente de fertilidad, cerrándose así el ciclo de materiales vinculado al proceso. La especie humana supo poner a su servicio, mediante los sistemas agrarios, la productividad de la biosfera sin grave menoscabo de su sostenibilidad, como atestigua en muchos casos su funcionamiento secular.
Hasta épocas muy recientes no cabía separar la sostenibilidad local y la sostenibilidad global de los asentamientos humanos. Ya que ambas eran solidarias de la sostenibilidad de los sistemas agrarios y extractivos locales de los que dependían tales asentamientos. Tal sostenibilidad local y global se podía producir tanto con formas de habitat más o menos disperso o concentrado. La clave de la misma estaba en evitar que la presión sobre el territorio de los usos y actividades de la población, originara en el mismo procesos de simplificación y deterioro tales que hicieran dicha presión localmente insostenible. Y esto no ocurrió de forma generalizada hasta épocas relativamente recientes.
Con la revolución industrial se inicia un cambio cualitativo, en el comportamiento, y cuantitativo, en la escala territorial, de los sistemas urbanos y, por derivación, en los procesos industriales, extractivos y agrarios que los nutren.
El nuevo comportamiento ha culminado en la actuales "conurbaciones", término éste acuñado por Patrick Geddes para designar esa urbanización sin freno que se difunde por el territorio de forma errática e incontrolada, perdiendo la noción de centro y de unidad en el trazado que era propia de las antiguas ciudades.
El "gigantismo sin forma" resultante se apoya en el establecimiento de redes que facilitan el transporte horizontal de abastecimientos y residuos desde y hacia áreas cada vez más alejadas del entorno local e incluso regional de los asentamientos concentrados de población.
Los sistemas urbanos se han erigido así en los principales motores y beneficiarios de los masivos flujos horizontales de materiales, energía e información que caracterizan a la civilización industrial respecto a las que la precedieron. Con lo que también se han se han divorciado la sostenibilidad local y la global de tales sistemas. Teniendo que diferenciar entre la antigua sostenibilidad local autónoma, es decir, que se resolvía con los propios recursos locales, y aquella otra dependiente, es decir, que se mantiene con cargo a una entrada neta de recursos foráneos, recurriendo a un transporte horizontal de energía y materiales a distancias cada vez mayores.
La dimensión que adquirieron las actuales concentraciones de población exigió que solucionaran toda una serie de problemas de salubridad urbana, de abastecimiento, de vertido, de desplazamiento, etc., para alcanzar unas condiciones de habitabilidad razonables. Pero estos problemas se fueron solucionando desde ópticas parciales que permitían paliar a corto plazo los desarreglos de ciertas áreas o procesos a base de desplazarlos, normalente acrecentados, hacia áreas y procesos más alejados espacial y temporalmente. Lo que explica la creciente separación antes indicada que se observa entre la versión local y a corto plazo de la sostenibilidad y la consideración global o a largo plazo de la misma.
El análisis de la anatomía y la fisiología propias de las conurbanciones, permite concluir, así, que su comportamiento resulta mucho más exigente en territorio y en recursos y mucho más pródigo en residuos que el de las antiguas ciudades. Pero además su organización y su tamaño les hizo perder la cohesión propia de éstas. Cuando las "huellas" de las conurbaciones llegan hoy hasta sus antípodas, este alejamiento propicia la desatención por el deterioro ocasionado en los territorios las abastecen o recogen sus detritus. Se plantea así la paradójica existencia de un organismo colectivo que funciona físicamente sin que los individuos que lo componen conozcan ni se interesen por su funcionamiento global y, en consecuencia, sin que tal engendro colectivo posea órganos sociales responsables capaces de controlarlo. Se trata en suma de un organismo en cuyo metabolismo fallan los feed back de información necesarios para corregir su expansión explosivamente insostenible.
El objetivo de reconvertir las conurbaciones actuales hacia la meta de la sostenibilidad global exige, para que sea realizable, reavivar la conciencia colectiva, no sólo en lo local, sino también en lo global. Es decir, que exige, ligar en el renacimiento la antigua conciencia ciudadana con otra que abrace un nuevo geocentrismo que trate de evitar que las mejoras locales se traduzcan en deterioros globales, conociendo y controlando la "huella" de la ciudad.
La meta de la sostenibilidad global exige revisar, relajar y condicionar la presión que han venido ejerciendo las ciudades sobre el resto del territorio, transformando las relaciones de simple explotación y dominio unidireccional hombre-naturaleza o ciudad-campo, en otras de mutua colaboración y respeto, conscientes de la simbiosis que a largo plazo está llamada a producirse entre ambos extremos. Lo cual supone alcanzar un nivel de racionalidad superior al que hasta ahora ha venido imperando en los sistemas urbanos, que debe plasmarse en el establecimiento de marcos institucionales y analíticos adecuados.
Cualquier intento serio de reorientar el comportamiento de las actuales conurbaciones hacia bases más sostenibles en el sentido fuerte y global antes apuntado, pasa por modelizar su funcionamiento para replantearlo y seguir después con datos en la mano los cambios que se operen en a las cantidades de recursos y de territorio que se venían inmolando directa o indirectamente en aras de la sostenibilidad local de las mismas.
Para hacer operativo el objetivo propuesto, hace falta definir algún marco de información generalnente aceptado que nos indique si una ciudad camina o no hacia una mayor sostenibilidad local y global o en qué aspectos una ciudad es más sostenible que otra. Cuestiones éstas previas para poder clasificar y evaluar las prácticas que se dicen "sostenibles", precisando si simplemente tratan de apuntalar la sostenibilidad (y habitabilidad) locales de sistemas que se revelan cada vez más globalmente insostenibles, o si realmente apuntan a mejorar la sostenibilidad global de tales sistemas. La modelización del comportamiento de los sistemas urbanos y el establecimiento de baterías de indicadores que faciliten su comparación y seguimiento, deben de apoyarse mutuamente.
La literatura disponible (a la que se hace refrencia en este documento) ofrece ya aplicaciones y propuestas razonables en los dos sentidos indicados. Pero la modelización y el seguimiento más elemental de los sistemas urbanos y de su relación con el entorno, propuestos como medio indispensable para dar sentido práctico a la preocupación por su sostenibilidad, deben complementarse con elaboraciónes teóricas de más largo alcance dirigidas a formular, para estos sistemas, las relaciones entre estabilidad y complejidad que la ecología plantea para los sistemas naturales, cuya adecuada comprensión y formalización debe ayudar a dotar al "metabolismo urbano" de los feed back necesarios para corregir su actual deriva globalmente insostenible.
Adoptando un efoque ecológico, las ciudades son ecosistemas y como tales son sistemas abiertos que requieren de materia y energía para mantener su estructura compleja. Desde el punto de vista de la producción es un sistema heterótrofo. Por otra parte la ciudad genera residuos sólidos, líquidos y gaseosos fruto de la transformación de los materiales y la energía utilizados para su estructura y funcionamiento.
Los materiales y la energía transportados desde el exterior del sistema urbano sufren un cortocircuito en él, causando procesos de contaminación que deberán ser desplazados, en buena medida, al exterior para preservar las condiciones mínimas de habitabilidad y calidad de vida.
Como todo ecosistema el aporte de materiales y energía redunda en un aumento de complejidad. El problema es que este aumento no se fundamenta en el principio de maximizar la recuperación de entropía en términos de información ni minimizar la entropía proyectada al entorno. El aumento de complejidad se consigue compitiendo sin tener en cuenta la entropía. La consecuéncia de ello es un aumento en el consumo de recursos naturales (suelo, materia y energía) consiguiendo unos equivalentes en información organizada mínimos: es el principio de la Reina Roja.
La conurbación dispersa acumula mucha información en su conjunto pero no en sus partes, donde el valor de H es muy reducido y el cociente E/H es muy elevado. Se trata de competir sin tener en cuenta la capacidad de carga de los sistemas en explotación.
Esta forma de proceder, aplicando para los nuevos asentamientos urbanos el modelo de conurbación anglosajón, ha traido consigo una explosión urbana dispersa en los últimos veinte años, que ha ocupado más espacio (fundamentalmente suelo fértil) que en los dos mil años anteriores. El uso masivo del vehículo y sobretodo la red de movilidad horizontal han sido los precursores de la urbanización difusa en el territorio, a la vez que lo han cuarteado, desestructurando y simplificando los sistemas naturales de periferias cada vez más alejadas.
Al despilfarro de suelo se ha de añadir el despilfarro generado por los actuales estilos de vida que tienden a hacerlo todo obsoleto en períodos temporales cada vez más cortos.
En las conurbaciones difusas se han separado los usos y las funciones, ocupando territorios amplios, conectándolos a través de una tupida red de carreteras para transporte motorizado y de unas redes de servicios técnicos. El transporte se ha convertido así en la actividad con un mayor consumo de energía del conjunto de actividades consumidoras de ésta. Además de la separación de funciones, se ha segregado socialmente a la población atendiendo a los niveles de renta, lo que ha provocado una merma de estabilidad y de cohesión social. La segregación social y la separación de funciones han dado lugar a un puzzle territorial con pocos portadores de información en cada pieza dando lugar a una gran homogeneidad y empobrecimiento de esos espacios. La ciudad se diluye y se difumina convirtiéndose en asentamientos urbanos dispersos.
La esencia de la ciudad, es decir, el contacto, la regulación, el intercambio y la comunicación, proyectada en el espacio público (calles y plazas) se va perdiendo, para ser substituido por la casa, un papel cada vez más preponderante de las redes, y los espacios privados de ocio, compra, transporte, etc. En la nueva conurbación se han perdido las bases epistemológicas que llenan de sentido a la ciudad.
La conurbación difusa se aleja de la sostenibilidad en la medida que, para mantenerse, necesita de un mayor consumo de recursos, requiriendo superficies cada vez mayores (decenas de veces la suya propia) para suministrarse de los elementos básicos para su subsistencia (alimentos, madera, intercambio gaseoso, etc...). Puesto que la ciudad es un sistema artificioso cargado de intencionalidad, para dirigirnos hacia la sostenibilidad sería conveniente buscar aquellos modelos urbanos que proporcionen, por una parte, el contacto, el intercambio y la comunicación, aumentando la densidad de información organizada y disminuyendo, a su vez, el consumo de recursos naturales para mantener la organización compleja, y por otra, que reduzcan las disfunciones ambientales, sociales y económicas más importantes que las conurbaciones presentan en la actualidad.
Uno de los modelos que, en principio, se acomoda mejor a los propósitos mencionados, con los ajustes necesarios, es el que ha mostrado ese tipo de ciudad mediterránea compacta y densa, con continuidad formal, multifuncional, heterogénea y diversa en toda su extensión. Es un modelo que permite concebir un aumento de la complejidad de sus partes internas, que es la base para obtener una vida social cohesionada y una plataforma económica competitiva, al mismo tiempo que se ahorra suelo, energía y recursos materiales, y se preservan los sistemas agrícolas y naturales.
Este modelo puede encajar perfectamente con el primer objetivo de la ciudad, que es aumentar las probabilidades de contacto, intercambio y comunicación entre los diversos (personas, actividades, asociaciones e instituciones) sin comprometer la calidad de vida urbana y la capacidad de carga de los sistemas periféricos, regionales y mundiales.
Dicho esto, el modelo de ordenación del territorio que se propone es el mantenimiento de una cierta estructura y un nivel de explotación sostenible de los sistemas no urbanos (rurales y naturales) y una ciudad compacta y diversa en todas sus partes en los sistemas urbanos.
En la ciudad compacta la diversidad puede aumentar. El aumento de H da idea de una mayor proximidad, porque concentra en el espacio unidades de características diferentes. Las hace más próximas, y en consecuencia se reducen las distancias físicas de los portadores de información. El tiempo para que contacten los diversos se acorta y la energía dedicada a la movilidad será sustancialmente más pequeña. Hoy, la actividad que consume más energía en la ciudad es el transporte mecanizado; en consecuencia, la reducción de la distancia y la velocidad para mantener el mismo número de contactos y de intercambios significa reducir sustancialmente la energía consumida por el sistema.
Por otra parte, la inestabilidad que genera la ciudad dispersa, la ha de contrarrestar con una mayor aportación de energía y de recursos, ya que los circuitos de regulación se han de crear expresamente, cosa que no sucede en la ciudad compacta y diversa. Como ya se ha comentado, los sistemas compuestos por partes heterogéneas comprenden más circuitos recurrentes reguladores. El hecho de que las partes constituyentes de la ciudad dispersa sean más homogéneas, obliga a ocupar un espacio significativo mayor que la ciudad compacta y diversa para obtener un valor de H similar.
Aparte de la tendencia al aumento de la diversidad (H), el modelo se fundamenta también en la reducción del cociente E/H, entendiendo que una disminución del mismo representa una mayor eficacia en el empleo de recursos para mantener una información organizada determinada. Parece que la planificación del territorio que se basara en acciones que disminuyeran el valor del cociente E/H permitiría corregir, en parte, las disfunciones del sistema actual y hacer flexible alguna de las variables que hoy más condicionan el funcionamiento del ecosistema urbano y del entorno. Su lógica interna incluye: el aumento de la complejidad en espacios relativamente reducidos; la disminución en la ocupación del suelo realizando las mismas funciones; la reducción del tiempo para contactar entre los diversos; la reducción de energía consumida para mantener y hacer más complejo el sistema; y por último, reducir la inestabilidad porque proporciona un mayor número de circuitos reguladores recurrentes.
Por otra parte, el cociente E/H nos informa también sobre la dimensión máxima aconsejable de la ciudad. La ciudad como proyecto razonable de convivencia empezaría a ver limitado su interés por el crecimiento cuando aumenta E/H, es decir, cuando se requieren gastos energéticos cada vez más elevados para obtener aumentos de diversidad cada vez menores.
El poder de explotación de un espacio (P) sobre otro es una función de su información organizada y su consumo de energía. En otras palabras, podríamos decir que es una función de las probabilidades de contacto entre los portadores de información que tiene un espacio determinado y la energía que consume. Entre dos espacios que interactúan, donde el poder de explotación de un espacio (P1) es mayor que el poder de explotación de otro (P2), parece que el flujo neto de materiales y/o de energía y/o de información irá en la dirección de mantener o aumentar la complejidad de P1 y de simplificar o reducir la complejidad de P2.
De hecho, la competitividad de una ciudad está basada en su capacidad de explotación y, en consecuencia, está basada en su complejidad y al mismo tiempo en su capacidad de consumir energía. Cada ciudad tiene su estrategia para mantenerse y tener un mayor poder de explotación en relación a las otras ciudades que compiten por los mismos recursos. La tendencia de la conurbación actual, entre los dos factores citados (la complejidad y la energía), escoje la energía, es decir, sigue una estrategia ligada a la cantidad, al consumo de ingentes cantidades de suelo, de energía y de materiales, entendiendo que las unidades de información que entran en sistemas mayores gozan de ventajas. Ahora bien, esta estrategia se ha mostrado globalmente insostenible, e incluso en ocasiones también lo es localmente cuando la estrategia del aumento cuantitativo ocasiona deterioros tales en su entorno que repercuten en pérdidas de calidad interna que merman su competitividad y sus posibles aumentos de diversidad y ganancias de estructura.
La estrategia de aumentar la complejidad, sin necesidad de aumentar substancialmente el consumo de materiales, suelo y energía es la alternativa al actual modelo, que basa su competitividad en aumentar la periferia disipativa. La misma competitividad, o mayor, se puede conseguir aumentando la información organizada de los núcleos actuales sin necesidad de despilfarrar más espacio, y haciendo más eficiente la organización y los procesos de consumo energético. En la estrategia de aumentar la complejidad de los ecosistemas urbanos se ha de tener en cuenta que la adición de una cantidad similar de información en dos sistemas diferentes enriquece más a aquellos sistemas que para empezar ya tenían más información, puesto que las informaciones no se suman sino que se multiplican.
Esta es una estrategia que marca un posible camino en la competencia entre sistemas urbanos, una competencia que, en este caso, tendría como factor implicado a la entropía.
Resolver los problemas en el seno de la ciudad supone mejorar la habitabilidad y con ella, la calidad de vida. La calidad de vida de los ciudadanos depende de factores sociales y económicos y también de las condiciones ambientales y físico-espaciales. El trazado de las ciudades y su estética, las pautas en el uso de la tierra, la densidad de la población y de la edificación, la existencia de los equipamientos básicos y un acceso fácil a los servicios públicos y al resto de actividades propias de los sistemas urbanos tienen una importancia capital para la habitabilidad de los asentamientos urbanos. Por lo tanto, para que se cubran las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos respecto a la habitabilidad de los barrios y la ciudad entera es aconsejable que se oriente el diseño, la gestión y el mantenimiento de los sistemas urbanos de modo que se proteja la salud pública, se fomente el contacto, el intercambio y la comunicación, se fomente la seguridad, se promueva la estabilidad y la cohesión social, se promueva la diversidad y las identidades culturales, y se preserven adecuadamente los barrios, los espacios públicos y edificios con significado histórico y cultural.
Para orientar el cambio de enfoque arriba mencionado, se ha de insistir en que, además de preocuparse por mejorar la eficiencia en el uso de los recursos, reduciendo así los residuos, hay que fijarse también en el origen de aquellos y el destino de éstos. Todo lo cual presupone replantear la antigua política de salubridad y calidad mermante urbana, que dió lugar a los "estándares" formulados hace más de un siglo, a fin de referirlos ahora al conjunto del territorio, a la luz de criterios como los antes extraidos del ejemplo de la biosfera y los sistemas agrarios. Criteros cuya aplicación no suele arrojar soluciones generales, ya que los proyectos y artefactos deben adaptarse a las posibilidades y limitaciones que ofrecen las características de cada territorio. Este es el caso de la edificación bioclimática, que ocupa un lugar central entre las actividades a potenciar.
Pero la viabilidad de las mencionadas modelizaciones y sistemas de indicadores globales o completos como instrumento útil para orientar la gestión de las actuales conurbaciones, no depende tanto de las dificultades conceptuales o estadísticas que su diseño plantea, como de los problemas mentales e institucionales que imposibilitan su adecuada utilización en la sociedad actual, relegándolos comúnmente al nivel de meros ejercicios o propuestas sin valor práctico, o bien derivando sus pretensiones iniciales de globalidad hacia aplicaciones sectoriales o parciales. Para comprender los escollos que dificultan la puesta en marcha de la indicada reconversión hacia la sostenibilidad global, hay que recordar que la configuración de los asentamientos humanos ha sido y sigue siendo un reflejo de la propia configuración de la sociedad. Por lo que no cabe modificar el modelo actual de urbanización dominate con simples planteamientos técnocientíficos, si no se modifica también el statu quo mental e institucional que lo había generado. La racionalización de los problemas es condición necesaria, pero requieren también cambios en las actitudes y en las instituciones lo suficientemente capaces de aportar los medios para resolverlos.
La configuración de las conurbaciones actuales y la mayor parte de sus problemas han sido fruto combinado del despliegue sin precedentes de una racionalidad científica parcelaria y de una ética individulista insolidaria, que alcanzan su síntesis en las visiones atomistas de la sociedad y en las divisiones administrativas de todos conocidas. De ahí que, además de los cambios mentales e institucionales necesarios para romper las actuales visiones parcelarias de técnicos y administraciones, se han de revisar también los actuales planteamientos de la competitividad y la valoración económica.
En los últimos tiempos, en vez de subrayar la cooperación que reclama el objetivo de la sostenibilidad global, se puso de moda hablar de competencia, no sólo entre individuos y empresas, sino también entre ciudades. Lo cual ha reforzado más el afán dominador de las ciudades, que su responsabilidad hacia el conjunto del territorio sobre el que intervienen. Se impone, pues, reconducir tales afanes de competencia desde sus actuales orientaciones expansivas y colonizadoras de mercados y territorios externos a la ciudad, hacia la calidad, la creatividad y el disfrute internos a la misma, más compatibles con el reforzamiento de la cooperación que exigen las nuevas precupaciones por la sostenibilidad global.
Tampoco podemos dejar de subrayar que el cálculo económico ordinario valora los bienes que nos ofrece la naturaleza por su coste de extracción y no por el de reposición. Por ello se ha primado sistemáticamente la extracción frente a la recuperación y el reciclaje (cuyos costes se han de sufragar íntegramente) y distanciado enormemente el comportamiento de la civilización industrial de los modelos de sostenibilidad que nos han venido ofreciendo la biosfera y los sistemas agrarios y asentamientos tradicionales. Esta tendencia valorativa es la que se proyecta sobre el territorio ordenando éste en núcleos más densos de población e información y áreas de apropiación y vertido, que se refleja a escala planetaria en el conflicto Norte-Sur.
La corrección de esta segregación territorial que se encuentra en la base de las presentes conurbaciones, para reorientarla con vistas a la sostenibilidad global de los procesos y sistemas que en ella se desenvuelven, pasa por revalorizar el "patrimonio natural", corrigiendo la mencionada tendencia valorativa y reequilibrando la disparidad territorial de ingresos que de ella se deriva. Hay que destacar la coincidencia que en este punto se observa entre el planteamiento de la sostenibilidad fuerte y global desde el que estamos razonando y el de la sostenibilidad débil. En el documento se esboza un marco de información objetiva y cuantitativa que podría ser de utilidad para discutir en foros internacionales la reconversión del actual sistema de precios hacia otro acorde con una sociedad más sostenible y solidaria. Pues sabido es que tras la "mano invisible" del mercado se encuentra la mano bien visible de las instituciones que condiciona sus resultados, al influir sobre costes, precios y beneficios y, por ende, sobre las cantidades de productos intercambiados y de residuos emitidos y sobre el modelo territorial resultante.
Mientras tales cambios mentales e institucionales se van madurando, se sugiere profundizar en el análisis y modelización del funcionamiento de los sistemas urbanos, para que los seres humanos puedan considerarlos como un proyecto sobre el que pueden incidir y no como algo ajeno que escapa a su control. El conocimiento y la discusión transparentes del funcionamiento integrado de la ciudad como proyecto y de su "huella" sobre el territorio, es el principal medio para acometer la necesaria reformulación conjunta de las metas de habitabilidad y sostenibilidad y proceder a la revisión de los actuales estándares y normativas para hacerlos acordes con los nuevos propósitos.
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LOS PROBLEMAS DE SOSTENIBILIDAD DE LAS CIUDADES ESPAÑOLAS, ENTRE LOS TEMAS A DEBATIR EN EL PRÓXIMO CONAMA VII.
Por el grupo de trabajo "La ciudad sostenible socialmente" es uno de los 26 que están ya funcionando dentro del CONAMA VII, y cuyos documentos finales serán presentados durante los días del Congreso Nacional del Medio Ambiente.
La planificación urbanística, las dificultades para encontrar una vivienda, la escasez de servicios sociales de proximidad, la crisis de los mecanismos de participación, e incluso la seguridad, entre otros, son algunos de los problemas sociales de las ciudades que están siendo analizados en uno de los grupos de trabajo de la séptima edición del Congreso Nacional del Medio Ambiente.
Además de los problemas ambientales a los que se enfrenta la sostenibilidad de las ciudades, las cuestiones sociales amenazan la consecución del desarrollo sostenible. Con el objetivo de tratar de analizar esta circunstancia, el Congreso Nacional del Medio Ambiente (CONAMA VII), que tendrá lugar del 22 al 26 de noviembre de 2004 en el Palacio Municipal de Congresos del Parque Ferial Juan Carlos I, incorpora este año un grupo de trabajo que lleva por título: "La ciudad sostenible socialmente".
Según Gustavo García Herrero, trabajador social y coordinador del grupo de trabajo del CONAMA VII, el problema es que "la estructura social de las ciudades españolas está experimentando fuertes cambios, a los que no se da la atención que merecen". Así, el planeamiento urbano se realiza, casi exclusivamente, tomando como referencia el territorio, su propiedad, su precio, consiguiéndose la adaptación de los ciudadanos a la ciudad, y no al contrario, como debería ser.
El grupo de trabajo "La ciudad sostenible socialmente" pretende llamar la atención sobre la importancia de que las urbes se conviertan para el individuo en "espacios de relación". En ese sentido, según Gustavo García Herrero "las ciudades españolas se están desarrollando en base al tráfico, favoreciendo la fluidez del mismo, pero evitando, al mismo tiempo, la relación entre las personas. Las urbes españolas se están transformando en lugares como Los Ángeles o Washington D.C, donde la comunicación se basa en ir de un sitio a otro en vez de estar en un sitio con otro".
La dificultad de los jóvenes para acceder a una vivienda o el escaso desarrollo de servicios sociales de proximidad dificultan también la consecución de una ciudad sostenible desde el punto de vista social. De igual manera, el grupo de trabajo del CONAMA, según su coordinador, Gustavo García, considera que "es preciso realizar una profunda reflexión sobre los mecanismos de participación actuales, empleados en las ciudades, que apenas consiguen implicar a la población".
Asimismo ahora que se habla tanto de seguridad, no puede haber ciudadanos seguros si no existe un entorno vecinal "socialmente positivo". "La sostenibilidad social -explica Gustavo García- proporciona seguridad, y por el contrario, un entorno vecinal inhóspito garantiza la inseguridad".
Evaluación de impacto de convivencia. Considerando que la planificación urbana española incide en la cohesión social o en su desintegración, el grupo de trabajo "La ciudad sostenible socialmente" pretende profundizar en el concepto de la "evaluación de impacto de convivencia", es decir, el análisis de cómo la planificación urbana puede afectar a los propios ciudadanos, de manera que se tienda a prevenir antes que a corregir. De esta manera se han definido ya una serie de elementos que son claves para conseguir unas ciudades españolas más sostenibles socialmente y que serán tratados durante el CONAMA VII, como son:
DIVERSIDAD. La diversidad favorece la convivencia. El tipo de vivienda condiciona la diversidad de población y su evolución en el territorio.
EQUIPAMIENTOS. La adecuada dotación de equipamientos sociales en un territorio y su accesibilidad, favorece la convivencia y la integración.
PROXIMIDAD. La existencia de espacios de proximidad para las relaciones personales en la vida cotidiana, favorece convivencia e integración.
INTEGRACIÓN TERRITORIAL. La existencia de comunicaciones fluidas que favorezcan la apertura y la integración del territorio en la ciudad, es factor positivo para la convivencia y la integración social de sus habitantes.
MOVILIDAD Y ACCESIBILIDAD. Un entorno accesible para todos sus habitantes, favorece la convivencia y la integración.
IDENTIDAD. La existencia de elementos y referencias de identidad colectiva favorecen la convivencia y la integración.
ESTÉTICA. Un entorno agradable estéticamente favorece la convivencia positiva y la integración.
PARTICIPACIÓN. La participación de los habitantes en la ordenación del territorio favorece la convivencia y la integración. * Información extraída de... (Enlace...)
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por: CERCLEOBERT (02/12/2004) |
Fuente/Autor:
Antonio Marín Segovia - Féliz de Azúa - Antonio Gala y otros autores |
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